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¿Qué es el Inframundo?

por Sophie Strand
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En este ensayo, Sophie sigue a los hongos bajo tierra y nos invita a descender con ella para desafiar nuestra individualidad e involucrarnos radicalmente en las múltiples relaciones que nos constituyen.
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"En este día descenderé al inframundo. Cuando haya llegado al inframundo, hagan un lamento por mí en los montículos de las ruinas. Golpeen el tambor por mí en el santuario. Hagan las rondas por las casas de los dioses por mí", declara la diosa mesopotámica Inanna en uno de los testimonios escritos más antiguos sobre un viaje al inframundo. La diosa se despoja de sus adornos y, finalmente, de su propio ego al transformarse en un trozo de carne podrida, colgado en un gancho. Su ascenso final de vuelta al mundo de los vivos se hace posible sólo con la ayuda de otres: una mosca, a la que declara sagrada y le regala "la cervecería y la taberna", su hermana del inframundo Ereshkigal y, finalmente, el sacrificio de su amante Dumuzi. El inframundo no es la tierra del individuo. Inanna debe desprenderse de cada pieza de joyería y ropa que la identifique como especial para poder entrar. El inframundo se teje con culpabilidad contaminada y complicada ayuda mutua. Y es en este lodo biótico donde los seres se golpean y se aglomeran en la multicelularidad de las nuevas mitologías. El inframundo es un vientre donde se gesta el mundo de la superficie, como lo demuestra la creación de las estaciones por parte de Perséfone. La cosecha depende de la capacidad de ella para seguir anualmente a las semillas hasta lo más profundo de la tierra. Perséfone, además, en conexión con los misterios eleusinos, sólo encuentra su propia fecundidad en su descenso, concibiendo al hijo Zagreus, también conocido como el dios vegetal Dionisio. Dioniso, a su vez, circulará de vuelta a sus orígenes cuando sea desgarrado por los Titanes y abonado de vuelta al mundo de la tierra del cual vino. Orfeo interpreta su música más trascendente tras su intento fallido de salvar a su amante del inframundo. La misión entonces no era un rescate, sino una mentoría en canciones que sobreviven al cantante individual. Tras su propio descuartizamiento, se dice que su cabeza siguió cantando mientras flotaba por el río hasta Lesbos, inaugurando una tradición de himnos órficos en la que cualquiera podía entrar en el papel de poeta-héroe. Cualquiera podía tomar "la cabeza". El inframundo enseñó a Orfeo que la verdadera creación requiere que renunciemos a la apropiación.

 

Pero quiero volver a un mito del inframundo aún más antiguo. Uno que precede a los héroes humanos. Uno que incluso precede a los árboles. Hace 500 millones de años, las plantas se desplazaron del mar a la costa a la tierra seca. Estas no son las plantas que reconocerías hoy en día. No tenían sistemas de raíces. Por suerte, los hongos ya eran íntimos del suelo y durante decenas de millones de años actuaron como sustitutos de los sistemas radiculares de las plantas que poco a poco se convertirían en los bosques y los cultivos productores de alimentos de los que dependemos. Aunque las plantas tienen sus propias redes rizomáticas, sólo pueden acceder al agua y a los nutrientes dentro de un radio estrecho. Sistemas micorrícicos que se introducen en sus rizomas actúan para ampliar estas redes, conectando árboles más viejos con parientes, y uniendo diversas variedades de comunidades vegetales, fúngicas y microbianas. El noventa por ciento de las plantas dependen de sus ayudantes fúngicos. La conexión es tan fuerte que los hongos endofíticos se transfieren verticalmente a la nueva generación a través de las semillas. Cuando los hongos viven en la propia semilla que se convertirá en árbol, su rol vive en algún lugar entre partera, progenitor, amante y amigo, ayudando al árbol a acceder a los ricos nutrientes del suelo y a la comunidad de otros seres que constituyen un ecosistema. Puesto de forma más sencilla, los hongos enseñaron a las plantas cómo entrar en el inframundo. Y fue sólo en el inframundo donde las plantas aprendieron a hacer comunidad. Comunidad que tiende puentes entre las diferencias: de especie, de edad, de lenguaje biosemiótico. Los hongos enseñaron a las plantas que la supervivencia no se trata de individuación. Se trata de volverse radicalmente involucrades. Tan involucrades que dejás a tus amigues entrar en tu propia genética, en tus sistemas de raíces.

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Los hongos enseñaron a las plantas cómo echar raíces en los ecosistemas y en las relaciones.
https://us05web.zoom.us/j/81745570309?pwd=dTJKNURTVzB6TXd1YXk0SWdxQnRjUT09

Es curioso, entonces, que hayan surgido en la cultura popular cuando parece que nosotres mismes estamos tan desesperadamente necesitades de un viaje al inframundo. Pero quiero replantear los viajes al inframundo como algo más ecológico, más involucrado, que la simplista historia psicológica de la iniciación personal. Un verdadero viaje al inframundo no es un viaje a otro lugar. Es un viaje al interior de tu paisaje. Y hacia la íntima comprensión de que estás constituide por cientos de relaciones: los alimentos que comés, los amigos que te apoyan, los sistemas climáticos que dan forma al sabor de tus días. No estoy demonizando las historias de ascenso. Tienen su lugar. Las estaciones del tiempo profundo son más largas que las vidas humanas. Quizás civilizaciones enteras han seguido a las esporas hacia lo alto en el viento. Pero ahora parece que estamos siendo invitades a un descenso que se deleita en el lío, la oscuridad, el fermento y, lo que es más importante, se deleita en el involucramiento. 


Si los hongos me han enseñado algo, es a involucrarme. A comportarme interrogativamente con mi entorno. ¿Por qué el micelio de Russula apoya a la Monotropa uniflora sin recibir nada a cambio? No estoy segura. Pero sé que yo me he beneficiado de las historias de personas que no saben mi nombre y que nunca han recibido un sustento explícito a cambio. He comido pescado de mares a los que no he alimentado con mis lágrimas. Permítanme dar gustosamente, recordando la lección del inframundo sobre la entrega, demostrada por el sacrificio de Dumuzi, por el flujo de carbono y minerales a través de los filamentos del micelio. La entrega no cree en una lógica de transacción justa. Cree en la conectividad misma. Los hongos que conectan los bosques confunden nuestras ideas de un yo solitario. Dicen que el yo fluye entre especies. Entre mundos. Un yo se planta en la semilla de otro ser. Un yo no se queda quieto. Brota hacia el mundo de arriba como un hongo, fingiendo individualidad, sólo para esporular, sembrar nubes, caer como lluvia, y hundirse de nuevo en el inframundo de la tierra para volver a coser el mundo, invisible y silenciosamente, en su conjunto.

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Al igual que los hongos y las plantas, estamos co-deviniendo con nuestros ecosistemas. Ecosistemas que están rotos, contaminados y confundidos por la idea desarraigada de nuestra cultura de que se puede vivir sin un sistema de raíces. Pero si vamos a sobrevivir, vamos a necesitar atar nuestras raíces a otras raíces. La ecología de resiliencia nos dice que los paisajes con más biodiversidad, con más conectividad general, son más capaces de resistir las catástrofes naturales y las presiones climatológicas. Vamos a necesitar descender por debajo del excepcionalismo humano al inframundo de la co-creación simbiótica. 

 

Este otoño, mientras las hojas se vuelven líquidas y luego se ablandan convirtiéndose en suelo, pido a los hongos que me enseñen como le enseñaron a las plantas hace 500 millones de años. Enséñenme a echar raíces en un lugar específico. Enséñenme a crear conexiones tan salvajes y de tan largo alcance que me hagan resistente junto con la otredad. Enséñenme a fluir dentro de todo el bosque.

CRÉDITOS

Texto
Sophie Strand 

Fotografías:
Alessandra Baltodano, 
Pablo Franceschi & Carolina Bello 

2021. Estados Unidos


Publicado en Noviembre, 2022
Volumen 6, Número 3

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