Texto

NAZCO

por Mariana Matija
Nazco
En este texto sinuoso, Mariana Matija delinea los bordes de su propio cuerpo, pero a medida que recorre recuerdos, hogares, sensaciones y pensamientos esos bordes parecen disolverse en la infinidad del cuerpo de la Tierra.
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Aire

Una de mis gatas estaba dormida y yo me acerqué para olerla. Sentí el aire caliente que estaba saliendo de su nariz entrando por mi nariz, entibiando la piel de mi labio superior. Sentí que en ese momento mi cuerpo y el cuerpo de mi gata eran uno solo, un único sistema de túneles vivos que contenían el mismo aire, sostenidos por el mismo aire, siendo posibles por el mismo aire. Me pregunté si podría existir un contacto más íntimo que el del aire que llenó otros pulmones desplazándose para llenar los míos, siendo atraído hacia mí por el tirón de mi respiración, por el movimiento de músculos que responden a una fuerza invisible, una fuerza que yo no tengo que controlar. Como un objeto que es atraído hacia el suelo por la fuerza de gravedad, el aire de mi gata cayó en mis pulmones.

Sentir eso me hizo saber que el aire hace que mi cuerpo y el de mi gata sean un solo cuerpo, así como juntas somos un solo cuerpo con mi otra gata, con los helechos y los anturios y los filodendros que tengo en mi casa, con los humanos que conozco y  con los que no conozco, con las ballenas, los murciélagos, los perros y las mirlas. El aire de otros seres cae en mis pulmones, como por atracción gravitacional con cada inhalación. El tirón de mi respiración me hace una con todo lo que vive y lo que ha vivido. Ahora sé que hemos sido siempre un solo cuerpo que se transforma y respira el mismo aire con distintos ritmos en pulmones diferentes. Hemos sido diferentes maneras que ha inventado la Tierra para decir “así se siente ser yo”.

Cuerpo

Muchas veces he querido identificar los bordes de mi cuerpo, encontrarlos y seguirlos con los ojos como si fueran una línea dibujada con lápiz, o como si fueran fronteras en un mapa que me ayudan a decir sí, esta soy yo, aquí empiezo, aquí termino, todo lo que está dentro de este borde lo reconozco y por este borde es que no soy helecho, ballena o mirla.

Muchas veces he querido deshacer esos bordes, borrarlos o descubrir que no hay que borrarlos porque no existen, y lo que he visto esas veces—la línea, la frontera—ha sido una distorsión o un espejismo.

Nazco

A veces me angustia sentir que mis bordes están tan claros y definidos; me ahoga tanta soledad. Me angustia no saber cómo se siente ser mosca y no poder ver a través de ojos compuestos, no poder volar, no poder pararme en una pared y no poder saborear y oler a través de sensilias. Me angustia no saber cómo diría la Tierra “hola” a través de mí si yo fuera una mosca. Si tener estos bordes hace que no pueda saber qué se siente ser mosca, no quiero bordes. Quiero ser mosca, pasto, caracol, escolopendra, llantén, tardígrado, tigrillo. No quiero bordes. Pero también me angustia sentir, a veces, que mis bordes se disuelven; me ahoga tanta compañía. Quiero ser yo para poderme hacer preguntas, desde afuera, sobre las moscas y sus ojos compuestos y sus sensilias.

Andy Fisher, autor del libro Radical Ecopsychology, dice que los humanos somos capaces de sentir asombro y maravilla porque somos “criaturas de distancia”. Eso quiere decir que, desde adentro de nuestros bordes, podemos reconocer muchos otros en el resto del mundo vivo y así descubrir que en esos otros hay siempre un interlocutor, alguien con quién podemos conversar. Siempre está el insondable misterio. La dicha, creo yo, estaría en encontrar la distancia óptima: en ver los bordes para saber cuándo nos juntamos y cuándo nos disolvemos, en sabernos cuerpos que son a la vez siempre definidos y siempre parte de la sopa existencial de otro gran cuerpo. La crisis de la relación actual de nuestra civilización con el resto de la naturaleza no se origina en el hecho de que queramos ver nuestros bordes, sino de que queramos verlos como fronteras por fuera de las cuales la vida es una experiencia inferior. 

Casa

Mis bordes se han disuelto también con los de la casa en la que crecí. En el patio de esa casa había gallinas, patos, conejos y curíes, y, durante un tiempo, hubo también gansos y un gallo de pelea a los que les tuve mucho miedo. Ellos fueron algunos de los primeros otros con los que pude conversar, a pesar de los bordes. El gallo y los gansos no estuvieron en el patio al mismo tiempo, pero en mi mente todo ese patio es atemporal.

En mis recuerdos todo pasa en el mismo lugar y al mismo tiempo: los animales, el árbol de guayabas, el de limones, el de feijoas, la mata de uchuvas, la manguera con la que mi abuela regaba las matas, los muros que me separaban de otras casas, los bordes de la casa. Pero en esa casa los bordes también se disolvían. Todo era un solo cuerpo. Nada empezaba en ninguna parte. Todo estaba junto desde siempre y por siempre iba a estar.

Fue en ese patio donde me subí por primera vez a un árbol. Era un árbol que hacía guayabas dulces, rosadas por dentro, y que mi abuela usaba para hacer jugo. Me gustaría tener un recuerdo más preciso de ese árbol y de esas guayabas y de su sabor, porque estoy segura de que mi cuerpo todavía conserva moléculas de esas guayabas.

Aprendí a subirme a ese árbol llevando un cojín de un mueble de la sala para poder estar más cómoda en las ramas y quedarme más tiempo sin sentir que se me tallaban los huesos. Yo era flaca y mis huesos estaban —como muchas veces me dijeron las mamás de mis amigas— muy “a la vista”. Era posible que, por las veces que me subí sin cojín, mis huesos hayan quedado un poquito marcados con las ramas del árbol. Tal vez las ramas del árbol también adoptaron un poquito la forma de mis huesos. Al subirme a ese árbol, el tirón de mi inhalación hacía que el aire que sus hojas fabricaban cayera en mis pulmones, así que fuimos un solo cuerpo. Todavía lo somos, aunque no sé si todavía existe como árbol. Eso espero.

Desde esas ramas me quedaba mirando el patio mientras iba arrancando pedacitos de corteza, delgadita, suave, crocante. Los dejaba caer al suelo y no sabía nada más de ellos, porque no recuerdo haberlos mirado más después de la caída. Se los habrán comido las gallinas y los patos, o se descompusieron y se los comieron los bichos del suelo.

No recuerdo tanto los patos y no recuerdo en absoluto los bichos del suelo, pero las gallinas me dejaron varios recuerdos. Dos intensos: uno horrible y uno hermoso. El primero es en el baño de abajo de la casa, adonde entré a orinar y no pude porque encontré una gallina muerta, colgando de una pata, amarrada a una llave de la ducha. No sé si había sangre. Tal vez sí había sangre y mi memoria me quiso hacer el regalo de quitarla. El segundo es en el patio, adonde fui a verlas acostarse a dormir a una hora que no correspondía, confundidas por el cambio de luz generado por un eclipse de sol. Las recuerdo trepadas en las varillas horizontales de una estructura que creo que hizo mi abuelo, no sé si originalmente para ellas, pero que ya era de ellas. Creo recordar verlas desde abajo, redondas, anaranjadas, esponjosas. No sé si ese momento tuvo tantos detalles. Tal vez no, y mi memoria me quiso hacer el regalo de ponerlos.

Nazco
Tiempo

Nótese que dije “el primer recuerdo es”, “el segundo recuerdo es”. Son recuerdos de cosas del pasado, pero como recuerdos son siempre en presente, porque el tiempo es siempre el presente. Mi yo del presente es una siempre con mi yo del pasado. Mi yo del presente, a través del aire que hace irrelevantes los bordes, es siempre una con todas las formas que ha tenido la Tierra a lo largo de toda la historia de decir “así se siente ser yo”. Todas las ballenas de la historia. Todas las mirlas de la historia. Todas las moscas de la historia.

Que pensemos que el pasado está separado del presente es un espejismo; una distorsión de bordes. 

Los humanos “occidentales” vemos el tiempo como una línea que nace en un punto y se proyecta hacia adelante, hasta que se acaba. Algunas comunidades indígenas, en cambio, entienden el tiempo como un ciclo eterno y recurrente de acontecimientos, y sus lenguas carecen de términos para el pasado y el futuro. Todo es presente. 

Los humanos “occidentales” tenemos una palabra para el tiempo y el espacio. El tiempo es una línea y el espacio es un plano y, como son palabras diferentes, entonces son cosas —según nosotres— que pueden existir de manera independiente. Vivimos en el plano, que es el espacio, y medimos la vida de acuerdo a la línea, que es el tiempo. Existimos rebanados.

Según las interpretaciones del lingüista Benjamin Lee Whorf, los Hopi no tienen nociones separables de tiempo y espacio, pero sí tienen es una distinción entre dos formas de existencia, que podrían entenderse como lo ya manifestado y lo que está manifestándose.  

Lo ya manifestado es todo lo que es o ha sido accesible a nuestros sentidos, sin diferenciar entre presente y pasado pero excluyendo todo lo que llamaríamos futuro. Lo que está manifestándose sería todo lo que llamamos futuro, pero también incluiría todo lo que llamamos mental: lo que aparece o existe en la mente o en el corazón, que de acuerdo a los Hopi no sería solo el corazón humano, sino también, como explica Whorf, “el de los animales, las plantas y las cosas, y detrás y dentro de todas las formas y apariencias de la naturaleza, en el corazón de la naturaleza misma.”

Lo ya manifestado es todo lo que es evidente para nuestros sentidos. Para mí: los bordes de mi cuerpo, las ballenas, los perros, las mirlas, las casas, las guayabas, las gallinas. Lo que está manifestándose es todo lo que no es explícito, que no está presente para los sentidos, que es intangible. Para mí: la angustia por no saber cómo se siente ser mosca, la pregunta sobre si hay un contacto más íntimo que el de ser un solo cuerpo a través del aire, los recuerdos del árbol de guayaba y de las gallinas, que también fueron evidentes para mis sentidos y al serlo me cambiaron para siempre. Se quedaron en mi cuerpo. Manifestados. Manifestándose.

Origen

La palabra origen viene del latín, del verbo oriri, que significa nacer, levantarse, surgir, aparecer. Oriri no era un verbo exclusivo para los seres vivos. Se entendía que también pueden nacer las cosas y que el sol nace todos los días. Preguntarse por el origen es preguntarse por el nacimiento: por el momento en el que un cuerpo aparece en el mundo como algo aparentemente independiente, algo con sus propios bordes.

No nací mosca ni llantén. Los bordes de mi cuerpo ya manifestado tienen forma de humano, aunque se disuelven con frecuencia con lo que está manifestándose, como mi pregunta sobre cómo se siente ser una mosca y cómo se siente ser llantén, así que, de alguna manera, renazco cada vez que me imagino mosca y llantén. Si el tiempo no es una línea y solo existe el presente, entonces yo (con estos bordes) nací, sí, pero sobre todo nazco. Al nacer—gatas, anturios, ballenas, perros, mirlas, moscas, árboles, gallinas—damos a luz a nuevos bordes del cuerpo de la Tierra. Manifestada. Manifestándose.

Respiro y siento el aire frío entrando por mi nariz. El tirón de mi respiración me recuerda, otra vez, que, aunque veo mis bordes, también soy una con todo lo que vive y lo que ha vivido. Todo es un solo cuerpo. Los bordes son espejismos. Nada empieza en ninguna parte. Todo está junto desde siempre y por siempre va a estar. Somos un solo cuerpo que se transforma y respira el mismo aire con distintos ritmos en pulmones diferentes. Somos diferentes maneras que ha originado la Tierra para decir “así se siente ser yo”.

Referencias

Fisher, A. (2013). Radical ecopsychology: psychology in the service of life. Sunny press.

Whorf, B.L. (1950). An American indian model of the universe.  ETC: A Review of General Semantics, 8 (1), 27-33. https://www.jstor.org/stable/42581334

CRÉDITOS

Texto
Mariana Matija

Collages:
Ricardo Cardona Arango

2022. Colombia

Publicado en Abril, 2022
Volumen 5 , Número 2

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