Foto Ensayo

CUIDAR POR CUIDAR

por Pablo Franceschi
Este ensayo, a la vez etnográfico e imaginativo, sigue el rastro del cuidado en busca de su origen. Al indagar sobre lo que impulsa a los seres a cuidar de su ecosistema, Pablo considera que quizás el cuidado sea el origen mismo.
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Una chancha camina delante de la manada, está alerta, ha estado aquí antes, reconoce el espacio. Se trata de un lugar que no le trae buenos recuerdos, de hecho todo lo contrario, despierta miedos que las vicisitudes del día a día le hacen olvidar. Cuando cree que todo está bien, da la señal, el grupo avanza por lo que parece ser un lugar distinto al que habían visitado 10 años atrás. Ahora los pastizales en donde terminaba la tupida selva tienen forma de plantaciones de palma africana, no es problema, hay comida para todos.

Otro de los chanchos líderes de la manada golpea fuertemente su mandíbula para avisar sobre lo que parece ser un ocelote bajando los frutos de palma mientras sus crías los reciben abajo. La líder se percata que son muchos chanchos, más de 50, entonces siente tranquilidad, el ocelote no representa un peligro, sería su fin si intenta atacarlos. Así, la manada sigue su camino mientras el olor que emana del pelo grueso y alargado de los ungulados se esparce por los senderos que llevan al Cerro Brujo. Allí caminan un hombre y su hija, poco a poco perciben el fuerte aroma de los temerosos animales.

El hombre los conoce muy bien, sabe sobre sus recorridos, entiende que viajan en grupos, que pueden ser agresivos si sienten una amenaza, por eso busca un lugar en donde él y su hija puedan refugiarse. La manada se percibe cerca, el olor es más fuerte, se escucha avanzar: hojas, ramas, el golpe de las mandíbulas de los chanchos líderes… Todo esto pone alerta a la niña, la cual se para sobre un tronco caído. Su padre le enseñó que solo necesita un metro de altura para estar a salvo, aunque ella también los ha visto de dos patas comiendo frutos de palma, aún así sabe que no es un animal que busca atacar, más bien trata de evitar la confrontación, de todas maneras casi siempre pierde.

La chancha líder sigue sintiendo desconfianza sobre el lugar, aquí muchos de sus familiares murieron a manos de cazadores y ella, en particular, sufrió una lesión en una de sus patas y desde entonces es renca. Recuerda la última vez hace diez años, en esa ocasión murieron tantos que decidieron no volver a pasar por allí. Se refugiaron más al sur. Internados en la selva por años, conocieron otras manadas y creció nuevamente la familia. En el sur nunca falta la comida, hay agua, y claro, también hay peligros, el principal es el jaguar, que siempre se lleva al último de la manada. Lo que pasa es que su instinto es siempre estar en movimiento, y existen recorridos ancestrales que sus antepasados caminaron y que hoy ellos reconocen, como una especie de dejavu. Por eso sin darse cuenta, estaban en aquel hostil lugar, ahora con más humanos que antes.

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El hombre los ve acercarse, él se encuentra también subido en un tronco caído, desde allí puede ver a su hija. La chancha renca y otros chanchos líderes son los primeros en divisar a los dos humanos. Se alerta al resto de la manada por medio del sonido del golpe de las mandíbulas que es más fuerte. El intenso volumen no parece intimidar al hombre y a la niña, han estado en esa situación antes, al menos el hombre, en muchas ocasiones. Se mantienen tranquiles. La chancha renca, sabe que no hay otro paso más que el que tienen al frente, la manada se encuentra en una fila de montaña, a ambos lados hay un precipicio. Tienen que pasar por donde están los humanos.

Al acercarse, la chancha renca se percata que ha visto a ese hombre antes. Lo mira a los ojos, el hombre también parece reconocer a un ser con el cual se cruzó antes. Hay tensión. Después de varios segundos largos, la chancha se da cuenta que el comportamiento del hombre es distinto al de la última vez que lo vio. No tiene armas, tampoco perros de caza y le parece extraño ver a una niña con él. Poco a poco se acerca, avanza hacia el paso que está entre los dos humanos.

Valientemente, la chancha renca, sin perder de vista al hombre, atraviesa el paso y manda la señal a los otros líderes para que la manada siga su camino. La chancha no entiende qué pasa, el hombre que antes le habría disparado y tirado los perros encima, ahora cuenta el número de chanchos mientras le explica a su hija sobre el comportamiento y la morfología de estos ungulados.

La niña, Yolanda, tenía nueve años cuando llegó a Rancho Quemado, un asentamiento entre Rincón y Drake. Recuerda lo normal que eran las balaceras y ver personas con cadáveres de chanchos colgando del lomo de su caballo. Su familia, y las demás familias que fundaron el asentamiento hace más de cuarenta años, subsistían del bosque. Ella misma aprendió a cazar y probó todo tipo de carne de monte. Sin embargo, un día su padre dijo “ya no más”, y dejó de cazar. Para ese momento ya existían varios supermercados en comunidades aledañas a los que podía viajar y las condiciones que los forzaban a extraer del bosque ya no estaban. La decisión de su padre fue acogida por toda la familia y otros señores cazadores de la comunidad también decidieron seguir su ejemplo. Aunque este cambio de paradigma no iba a acabar por completo con la caza, sí tuvo un impacto en Yolanda. Descubrió una posibilidad que hasta cierto punto siempre había estado en ella, pero que su padre ayudó a desenterrar.

Aquel salto cuántico de su padre cambió la manera en que ella percibía su entorno. Convirtió su noción del bosque de un lugar de extracción a un lugar que necesitaba reparación. Desde entonces mantiene un registro muy preciso, con técnicas como el rastreo y puestos de control, de las distintas manadas que pasan por Rancho Quemado y las comunidades aledañas. La manada que en el 2019 tenía 50 individuos ha crecido a dos manadas que hoy suman 140 individuos. Los esfuerzos de patrullaje y monitoreo indican que su población es casi el triple de lo que era.

Yolanda y la mayoría de quienes integran el grupo de monitoreo de fauna fueron cazadores, gracias a eso poseen un gran conocimiento del bosque y saben sobre el comportamiento y las estrategias de los “monteadores”; conocen sobre los animales y sus recorridos; saben sobre los tiempos de floración y cosecha de los árboles, y además, les gusta estar allí.

Para Yolanda es fácil empatizar con cazadores, en sus orígenes ella estuvo en su misma posición, pero es consciente que “con mayor conocimiento, viene una mayor responsabilidad”. En el pasado no cazaba por diversión o para probar puntería de una pistola nueva, como algunes que todavía lo hacen. Cazaba para subsistir. Las familias tomaban lo que necesitaban y ese conocimiento que aplicaban para matar a estos animales, hoy es una de las razones del éxito del programa de Monitoreo Biológico de Rancho Quemado. Aún así, ella siente una urgencia personal por buscar soluciones para la preservación de los chanchos de monte, se siente responsable quizás, y su amor por el lugar se traduce en su compromiso por cuidarlo.

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La manada de chanchos avanza. Llegan a un bañadero, se detienen por un baño en el lodo. Una danta les deja el espacio, es época seca, no hay muchos bañaderos disponibles. El baño les da energía para seguir su recorrido a través del bosque. Luego, se detienen a mover el terreno, que es lo que saben hacer mejor. Sus narices rompen el mantillo del suelo y sacan con sus dientes semillas enterradas, algunas se las comen, otras las esparcen. Todos los chanchos de la manada repiten este proceso una y otra vez. El bosque respira, los suelos se oxigenan, se renueva la vegetación, se mantiene el equilibrio.

En ese mismo momento, en otro lugar del bosque, Champion encuentra huellas de pezuñas características de los chanchos. ¿Trotamundos, acaso? Sabe muy bien que puede ser cualquiera de las seis manadas que ha logrado identificar dentro del Parque Nacional Corcovado, todas tienen un nombre, todas tienen una historia. Saca el yeso y hace una copia de la huella, la pone en su bulto y sigue el rastro de la manada.

Para Champion seguir el rastro de un animal silvestre es natural, él conoce este bosque. Nació en la Península de Osa, fue orero por veinte años y por lo tanto tuvo que cazar para subsistir. Comprendió el equilibrio del que somos parte, ahora dedica su vida a cuidar del bosque. Esta vez los ve antes de olerlos. Los chanchos no están tensos, su odor no es tan fuerte, los sonidos son mínimos. Champion se acerca sigilosamente, sabe que lo que más les molesta es que se invada su espacio. En silencio, los cuenta uno a uno.

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La manada percibe una amenaza, caos por todos lados, los chanchos líderes, preocupados por sus familiares, dan la indicación y todos corren. El jaguar está cerca. Corren sabiendo que un miembro va a sucumbir, lo que no saben es cuál. Cuando se sienten a salvo, se detienen, se reagrupan, y sí: ahora son menos. No hay sufrimiento de por medio, ellos saben de antemano el resultado de estos encuentros, generalmente se llevan al más lento, al enfermo, al más débil. ¿Selección natural? ¿Colaboración entre especies? ¿Qué comería si no el felino más grandioso y amenazado de América? Siguen su recorrido.

Después de quince días internado en el bosque, recogiendo el contenido de las muchas cámaras trampa esparcidas por todo el terreno, Champion sabe que en sus días de descanso pasará muchas horas observando miles de fotografías y videos. ¿De qué sirve proteger si no sabemos qué estamos protegiendo?—se pregunta para motivarse. Los resultados del monitoreo indican que en los últimos cinco años el número de chanchos de monte ha incrementado y que actualmente existen dieciséis jaguares en Corcovado. Ambas especies en algún momento habitaban casi todo el territorio de Costa Rica, hoy día se encuentran relegadas, debido a la caza y la pérdida de hábitat, solamente a zonas protegidas.

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Hoy no está lloviendo, el patrullaje puede ser más llevadero, ayer todos trabajaron en sus distintos emprendimientos: Evaristo guiaba a turistas por el bosque, María llevaba artesanías a hoteles y Rebeca limpiaba sus cabinas en Drake para el siguiente visitante. Es martes. El taxi nos recoge temprano y nos dirigimos hacia un sector en donde se ha reportado actividad de cazadores.

Después de un par de horas de caminar, Evaristo hace una señal con su puño, todes nos detenemos, hacemos silencio. Dos hojas de una platanilla colocadas en yuxtaposición son un indicador de que alguien las usó de asiento mientras alumbraba con un foco para que sus perros atacaran a una presa. Es la actividad de anoche, dice Evaristo. Continuamos caminando. Son apenas las 8 a.m., pero parece que llevamos mucho tiempo recorriendo la selva, muchas veces no hay sendero hecho, las botas de hule son incómodas, pero el clima pesado no parece afectar al grupo de guardaparques voluntarios de Drake.

Todes ponen su tiempo y conocimiento del bosque para concientizar a unes y espantar a otres. Es un trabajo riesgoso, no andan armas, saben que algunes cazadores son violentes. Aun así, saben que poner sus cuerpos es la única manera de proteger el bosque contra la extracción descarada que desató la pandemia en su comunidad. Tours de caza, tala de árboles, falta de autoridades locales. Aunque estas problemáticas existían desde antes, posiblemente la falta de trabajo y los confinamientos obligatorios del inicio de la pandemia las hicieron más evidentes.

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Rebeca recuerda cuando llegó por primera vez a la Península de Osa, hace más de quince años. Para una bióloga era como llegar a un paraíso. Proteger aquello que le ha dado tanto—un trabajo, una familia, una casa y emprendimientos—es un pacto entre ella y el bosque. Estando en un sitio tan intenso como este, el instinto altruista de nuestra especie es estimulado por nuestros sentidos, es fácil comprender que aquí no todo es competencia por sobrevivir, algunas relaciones nos recuerdan que cuidarnos permite la vida. Quizá todas esas horas caminando por el bosque como guía naturalista la han hecho entender la función del cuidado y la reciprocidad en los ecosistemas, quizás eso despertó su necesidad de cuidar y motivar a otres a hacerlo.

Nos detenemos debajo de unas palmas de yolillo, los chanchos de monte estuvieron por aquí. Rebeca toma las coordenadas del lugar, toma fotos con los celulares de las huellas. No están cerca, parece que el rastro es de un par de días atrás. Salimos del bosque cerca del mediodía, nos encontramos en la carretera, unos turistas pasan y se nos quedan mirando extrañados. En algún otro punto de la Península, varias manadas de chanchos de monte continúan sus recorridos.

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Hace un tiempo que desistí de ir de viaje, al menos uno largo. Siempre que teníamos algún plan listo para irnos sucedía algo. La primera vez fue cuando, durante un viaje por Colombia, la salud de mi padre empeoró debido a un cáncer muy severo que sufría. Entonces regresamos y así nuestro sueño de un viaje por Sudamérica sin fecha de regreso terminó. El destino de mi padre, como el del último chancho de la manada, era inevitable. Pretender que todo iba a estar bien era engañarme, me refugié en estar, con mi cuerpo, junto a él, durante sus últimos momentos de vida. Así, el sentido del tacto es lo último que se desvaneció de mi padre.

La resiliencia de personas como Rebeca, Yolanda y Champion, y su intención por cuidar desinteresadamente me recuerda a aquel momento de mi vida. No existe una lógica racional, los resultados muchas veces no son positivos, es más, casi nunca lo son. No hay incentivos cuantificables de por medio más que la satisfacción de cuidar a quien lo necesita. La sociedad en que vivimos muchas veces nos hace encerrarnos en nuestro bienestar individual. Como afirman el biólogo John Stanley y el escritor David R. Loy: ‘Al glorificar la preocupación por uno mismo como nunca antes, el consumismo genera un entorno mental de competencia sin fin.’

Esto elimina cualquier otra posibilidad de relación como la cooperación, en donde yacen facultades como la empatía y el altruismo. Si explicamos todas nuestras acciones bajo la lógica capitalista y extraccionista es difícil comprender porque personas arriesgan sus vidas, poniendo sus cuerpos, para cuidar el bosque.

La segunda ocasión fue relativamente reciente. Teníamos todo listo para otro viaje sin regreso, pero en esta ocasión nuestros planes fueron reprimidos por la pandemia. Pudimos haberlo pospuesto y viajar más adelante, sin embargo, meses después íbamos a tener que hacernos cargo de mi sobrino, que por dos años estuvo bajo nuestra guarda crianza. Otra vez, el cuidar nos pedía quedarnos en el mismo lugar. El inicio de la pandemia, un tiempo raro de mucha muerte y miedo colectivo, me recordó que tenemos que cuidarnos entre nosotros, pero también me hizo pensar si lo natural para todos los seres es vivir en relaciones de cuido. El creciente sentido de pertenencia al lugar donde vivo, sin proponérmelo, me ha hecho más consciente del mismo y he desarrollado una necesidad de cuidarlo. Tal vez ese sentimiento de pertenencia a un lugar fue lo que inspiró el cambio de relación con la naturaleza del padre de Yolanda.

Imaginar un mundo regido únicamente por la idea de competencia me resulta iluso. Dentro del caos que generó la vida, estoy seguro que el cuidado entre especies juega un papel clave en el círculo de vida y muerte del que somos parte. El lugar donde estamos en estos momentos y nuestro sentido de pertenencia al mismo nos hace conscientes de lo que nos toca cuidar.

Cuando intentábamos darle sentido a esa fuerza extraña que nos mantenía en este territorio, escuché una vez decir a mi esposa que estamos en el lugar que estamos por algún motivo. Los chanchos de monte mueven el terreno dando vida al bosque que les da sustento, al mismo tiempo destruyen semillas, acaban con la vida de plantas y en ese mismo bosque es donde morirán a manos de un felino o un humano. El círculo se completa sin saber adónde se originó, beneficiando en su trazo a muchas otras especies. La faena de los chanchos de monte se convierte en una pieza más en la compleja red de relaciones de la que todes formamos parte, una faena que realizan sin importar su desenlace. Quizá nuestra labor en esta existencia es cuidar desinteresadamente de lo que tenemos enfrente, sin buscar resultados positivos, o soluciones a todo, aceptando que algún día nos comerá el jaguar.

Solo cuidar por cuidar.

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*Este texto está basado en personajes reales. Algunas situaciones han sido aportadas y modificadas por el autor.

 

Referencia bibliográfica:

Stanley, J., Loy, D. (2017)  At the Edge of the Roof: The Evolutionary Crisis of the Human Spirit. En L. Vaughan-Lee (Ed.), Spiritual Ecology: The Cry of the Earth. Point Reyes, California: The Golden Sufi Center Publishing

 

CRÉDITOS

Texto y Fotografías 
Pablo Franceschi 

2022. Costa Rica 

Publicado en Abril, 2022 
Volumen 5, Número 3

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