En esta cálida reflexión, Jennifer nos ofrece tres compases que pueden ayudarnos a navegar la muerte y el dolor, mostrándonos que los elementos que nos dan una muerte en paz son los mismos que nos dan una vida significativa.
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Estamos muriendo. Un virus invisible pero poderoso se ha impuesto sobre nosotres. No lo pedimos, ni lo queríamos, a este visitante Coronavirus. Ciertamente, no escogimos ser su huésped.
Como resultado, ahora mismo el dolor y el duelo son parte de nosotres todos los días; incluso si nosotres o nuestros seres queridos no hemos contraído el virus, conocemos de gente que sí lo ha hecho y nuestros corazones se rompen. También, nuestra estructura social ha cambiado: dar y recibir abrazos—lo que muches imaginamos como la máxima expresión de conexión interpersonal y afecto—es precisamente lo que ahora evitamos para demostrar nuestro cariño por alguien. Cubrir sonrisas con máscaras; evitar el roce de un codo, un apretón de manos, o cercanía; abstenerse de grandes reuniones, lavarse las manos como si las vidas dependieran de eso (en efecto lo hacen) son solo algunas de las alteraciones en la interacción social que exige la convivencia segura con el virus. Estas son pérdidas, aún si solo por un rato. Y algunes de nosotres lamentamos lo que hasta hace dos temporadas tomábamos por sentado.
Pero el dolor también puede contener facetas encantadoras: un destello de arco iris emergiendo de un prisma, un nuevo brote verde, la luz a través de una ágata.
Este tiempo de dolor, como todo duelo, es también—naturalmente—un tiempo de transición. El dolor es una respuesta a la pérdida; una respuesta al amor. El proceso de duelo nos ayuda a honrar lo que fue, quién alguien fue. Nos ofrece un descanso de lo cotidiano para que podamos ser creados de nuevo en una forma que se haga cargo del agujero de nuestra pérdida. Quizás nos convertimos en un anillo brillante de oro o en el brote inesperado y tardío de una orquídea.
Las transiciones—espacio sagrado, tiempo liminal—nos dan una oportunidad de ajustarnos de lo que era, a lo que es, a lo que puede ser.
Pero realmente no nos gustan las transiciones, a quienes nos sentimos más cómodes en lo conocido. Nos volvemos como pumas, arañando, mordiendo, desgarrando, para ganar un terreno más sólido. Tendemos a estar más cómodes con lo que nos es familiar.
Como nosotres, este organismo que llamamos “COVID-19” está vivo; somos, juntes, partes de la red de la vida: Naturaleza. ¿Cómo afrontamos la tensión de algo tan destructivo, que amenaza con llevarse a nuestros amigues y familiares?
Creo que parte de nuestra respuesta a esto se encuentra en fomentar la compasión, el agradecimiento y la belleza. En mayor medida que el virus, hay una abundancia de posibilidades de paz. Pero este no es un mensaje solo para estos tiempos de COVID-19. Este es un mensaje para todos los tiempos. Es sobre nuestra mortalidad. Este momento es una oportunidad para abrirnos a la muerte de una manera nueva e inequívoca.
Pero antes de seguir debo hacer una pausa para clarificar precisamente a qué tipo de ‘muerte’ me refiero y qué tipos de muerte no estoy discutiendo aquí.
No me estoy refiriendo en este artículo a las muertes producto de violencia, accidentes repentinos, avaricia, perspectivas polarizadas, sistemas de opresión social inherentemente inequitativos, y el resto. Las muertes que resultan prematuramente debido a esto son feas. Son inconcebibles en un mundo que tiene tanto potencial para la justicia, la equidad y el amor. Como muches, siento repulsión hacia ellas y busco cada vez más transformar mi consternación resultante en actos amables, buenos, amorosos, justos en nombre de quienes sufren en el mundo.
A lo que sí me estoy refiriendo en este artículo cuando hago referencia a muertes que son naturales es a aquellos fallecimientos que resultan del envejecimiento físico o la progresión de la enfermedad, a finales que ocurren en el mundo natural en balance con relaciones depredador-presa y que no son de imposición humana, y al tipo de muertes que son parte de nuestra experiencia humana—como la muerte de sueños que hemos tenido o el final de relaciones.
Las muertes naturales son sencillamente eso: de la naturaleza.
Morir puede ser una experiencia exquisitamente hermosa.
Tan estimulante como la brisa vespertina de un día caluroso y sofocante.
Sobretodo puede serlo cuando nos hemos alineado con nuestra presencia efímera aquí en la Tierra.
La condición humana es que nunca estamos más seguros de nada que de nuestro eventual fallecimiento. Entrar en una aceptación profunda, radical incluso, de que algún día vamos a morir es la manera más franca de involucrarnos con la vida.
Cuando elegimos (y es una elección) incorporar nuestra mortalidad en nuestro vivir, somos libres de perseguir las glorias de la vida más plenamente.
He visto esto repetidamente durante los veinte años que he servido como voluntaria en un hospicio, un esfuerzo de servicio comunitario que surgió para mí de las cenizas de una serie de muertes en mis círculos más cercanos y de un—en aquel entonces—reciente diagnóstico terminal en mi familia. No quería estar más en negación de la muerte y quería una manera de entrar en mi propia forma de aceptación. Lo que no sabía es cuán profundamente impactaría esta decisión en mi vida diaria y en mi búsqueda personal (y profundamente espiritual) por vivir más convincentemente cada día, hora, y respiro adicional que se me concede en este orbe de fuego y piedra que flota milagrosamente. Los pacientes del hospicio y sus seres queridos a quienes he tenido el gran honor de acompañar a medida que se acercan a una transición conocida (pronóstico de muerte) me han enseñado acerca de este precioso momento.
He sido testigo de esos momentos sagrados tales como: La expresión de alegría incontenible en el rostro de una mujer moribunda al levantar su nariz de la primera rosa perfumada que floreció en su jardín ese año; La mirada de ojos cerrados y cejas suaves de un hombre a unos cuantos días de fallecer mientras nadaba en las melodías de su concierto de Brahms para violín favorito; El fuerte suspiro de alivio cuando una hija amada llegó al lecho de su padre luego de una noche tumultuosa; Las lágrimas corriendo por las mejillas de una mujer mayor a quien sus amigas de infancia le untaban loción sobre su cuerpo moribundo mientras recordaban historias de su juventud compartida.
También he notado cuán compatible puede ser el traer belleza al lecho de las personas que están falleciendo. La estética no está solo en la calidad y la profundidad de la relación, la demostración de amor y el hablar de testamentos finales para nuestros parientes. También hay una belleza exterior que puede beneficiar tanto a quienes están muriendo como a sus familiares. Objetos de la naturaleza, fotografías, elementos de aroma suave, una cobija acogedora o ropa cómoda, música, los dulces favoritos, y muchas otras cosas pueden ser especialmente elegidas y ofrecidas a la familia, amigues, y a la persona que está en el hospicio. Por supuesto, la idea no es abrumar o introducir cosas novedosas cuando lo que pareciera importar más al final de la vida es la conexión con lo familiar y el enfoque en las necesidades y los deseos del momento. Pero señas y gestos pequeños de belleza, apropiados para la persona, pueden involucrar, calmar y complacer.
Además de las vidas perdidas, el vasto número de dolientes de coronavirus que han muerto en hospitales sin familia o amigues a su lado puede que sea el peor aspecto de esta pandemia. Me duele el corazón por todas aquellas personas que conozco y aquellas que no conozco que están separadas de sus seres queridos en esta coyuntura final de la vida.
Mi servicio de hospicio se ve diferente este año. Por ahora, se nos prohíbe ir a los hogares o lugares de cuidado de nuestres pacientes. Para las personas en cuidado residencial que no pueden estar en persona con sus familias debido a restricciones de visitantes por el COVID, la soledad del final de la vida es tan pronunciada como para les pacientes del virus muriendo soles en los hospitales.
En cambio, se me ha presentado la oportunidad de atender a las personas que están muriendo desde la distancia. Una paciente reciente se encontraba muy cansada para cualquier tipo de conversación, por lo tanto le hice y le envié, varias veces a la semana, tarjetas con mensajes simples e inspiradores; todas estas tarjetas tenían imágenes ecológicas pintadas o fotografiadas. La naturaleza pareciera ser el lenguaje universal de quienes están conscientes de su inminente muerte.
Otra paciente del hospicio que he estado atendiendo en meses recientes se deleita con llamadas telefónicas. Aunque nunca he conocido en persona a esta paciente en particular—nunca he entrado a su cuarto, visto sus fotos familiares en sus paredes, sostenido su mano, atestiguado su incapacidad para caminar libremente—hemos desarrollado una hermosa relación a lo largo de muchas visitas telefónicas. He escuchado atentamente sus historias, aprendido los nombres de los miembros de su familia, memorizado su horario diario. Puedo recordar con lujo de detalles su facilidad para reír, la calidad de su voz, las frases y anécdotas que estima en particular y que repite. Comenzamos y terminamos cada conversación con una discusión sobre el clima, literalmente: Hoy es un día de otoño tempestuoso. ¿Viste las hojas poniéndose rojas afuera de tu ventana? Salí esta mañana y había escarcha en el suelo. Se está poniendo frío. Su muerte física es un proceso natural, por lo que hay consistencia y coherencia en hacer una referencia explícita al cuerpo de la Tierra. En una forma casi inexplicable, esto tiene sentido.
Cuando sí puedo visitar a la gente que está muriendo, les traigo algunos elementos del mundo natural como orientación tangible: piñas de pino, hojas de otoño, conchas, flores. Éstos evocan algo, tocan una parte dentro de nosotres, recordándonos lo conectades que estamos con la Naturaleza—que somos miembros de esta comunidad más amplia de seres vivos. Esa evocación, a su vez, es reconfortante; normaliza el morir en una forma poderosa.
El otoño es el umbral que siento que mejor refleja la experiencia de morir. El follaje ardiente nos recuerda un carmesí, por tres caléndulas, por catorce hojas de tiziano a la vez que las cosas afuera están a punto de cambiar. Los vientos vienen, el zacate se pone amarillo, y los seres humanos acuden en masa a los hogares bajo techo, mientras las aves migran a climas más cálidos. Sentimos el hueso del invierno a la vuelta de la esquina y nos preparamos para una temporada más resguardada. Clausurando las actividades del verano, preparando el jardín y el hogar para la estasis, el otoño nos recuerda que las cosas mueren; y nos preparamos para esa eventualidad. Pero las ofrendas gloriosas y deciduas de los árboles que dan rienda suelta a sus fábricas de alimento en una manera tan visualmente atractiva no son tan diferentes de los humanos haciendo las tareas para prepararse para morir en el otoño de sus vidas. Cosechan lo que pueden en la recompensa final de la Vida, buscan amor e interconexión, cierran asuntos, aseguran el bienestar de sus seres queridos lo mejor que puedan. En la literatura sobre las tareas paliativas consideradas importantes para una muerte pacífica, pedir y recibir perdón, pronunciar palabras de agradecimiento, y expresar amor son las prácticas distintivas de despedirse. Como nuestros parientes arbóreos, estos gestos de dejar ir son absolutamente deslumbrantes en su brillo. Uno por uno, liberamos nuestros apegos a la vida y al amor, a medida que nuestros cuerpos se acercan naturalmente a su fin.
Entonces, ¿cómo podemos vivir más plenamente cada día aún (o especialmente) sabiendo que todo y todes eventualmente morirán? ¿Cómo nos enfocamos en la vida cuando la enfermedad y la muerte están sencillamente tan presentes?
En mis propios momentos más oscuros de dolor—en esos meses justo antes, durante y después de la muerte de mi madre; los pocos años opresivos y vacíos de transición entre los estudios de posgrado y una vocación estable y apasionada; incluso ahora, más sutilmente, pero aun así presente en esta era del COVID—he recurrido al amor, al agradecimiento y a la estética. Estos también son hilos comunes en las vidas de les dolientes a quienes he apoyado. Las personas en duelo recurren a la bondad reconfortante de la compasión, la gratitud y la belleza; con éstos, logran de alguna manera sostener sus vidas interiores mientras se ajustan a las pérdidas. En tiempos en que el dolor no está presente, estas mismas tres orientaciones nos ayudan a prosperar.
¡Qué similares son las tareas recomendadas al final de la vida a las mismas que he visto sanarnos cuando estamos en duelo, y a justo las mismas que nos ayudan a prosperar al vivir la vida! En otras palabras, lo que los expertos en cuidados paliativos y en duelo consideran equivalente a una buena muerte en nuestras relaciones con parientes es correspondiente con lo que los gurús espirituales y los científicos sociales consideran clave para el bienestar individual y el bienestar cultural.
Les moribundes piden perdón a sus seres queridos, y lo conceden de vuelta. Agradecen a sus familias y amigues por los dones de vínculo, presencia y amor. Expresan su amor. Para vivir tan plenamente y conectades como podamos (para “desarrollarnos bien o vigorosamente”) con nuestros vecinos humanos y no humanos a través de nuestras vidas, podemos contar con estas mismas tres prácticas.
Estas prácticas para prosperar—ser y ofrecer amor a otres, dar gracias por las cosas pequeñas y grandes de la vida, crear actos de belleza incluso en los tiempos y lugares más mundanos—pueden salvarnos en los momentos difíciles. También pueden ser nuestra elección deliberada de florecer, y ayudar a otres a florecer. Porque no es suficiente que solo une de nosotres prospere—estamos todes entrelazades y, como tal, bien haríamos en buscar la mejoría de todes.