Dicen que vieron un animal, un puma, un gato medio extraño, o un zorro. Lo vieron una vez pasar, vieron su huella, o mató a alguna oveja y dejó la evidencia. Lo vieron casualmente, casi sin posibilidad de volver a verlo, como si fuese una visión más que un hecho.
Tengo una marcada admiración por el mundo de los animales salvajes desde que era chico, por noticias sobre animales prehistóricos, encuentros de fósiles, animales vistos en circunstancias raras, o cualquier cosa vinculada a los mismos. Paisajes abiertos, plumas, viento, dibujos y cuadernos de biólogos, quebradas, cuevas, faldeos, rocas, musgos, flechas, huesos, también relatos de viajes, confines, lugares con poca población o ninguna.
Cuando era chico iba a un campo familiar con mis padres. Recuerdo perfectamente ir adelante en el auto durante las 5 horas de viaje contando absolutamente todos los animales que se pasaban por el camino. Llegábamos de noche y yo empezaba con mi lista silenciosa: 89 liebres, 4 guanacos, tantos ñandúes, tantos piches, un zorro— si teníamos suerte.
Me iba a dormir y pensaba en esos animales que habíamos visto, quedaba en mi cabeza una imagen de ese instante que tarda una liebre en cruzar una ruta en la noche. No se veía nada más que lo que el auto alumbraba.
Salíamos de noche a cazar liebres, llevábamos una linterna que alumbraba muchísimo, apagábamos el motor de la chata, prendíamos el reflector y yo jugaba otra vez a contar animales, y a distinguirlos, por el color de sus ojos en la noche. Zorros, ovejas, liebres, dormilones, alguna vez algo oscuro y huidizo que no sabía identificar.
Y ahí me quedaba algo encendido, algo me dejaba pensando cuando volvía a la casa… ¿Qué sería ese bicho oscuro que había apenas asomado su lomo o su cola entre los coirones y se había ido en la misma noche?
Imágenes apropiadas me ayudan a reconstruir esos recuerdos de infancia: dibujos de expedicionarios, cuadernos de biólogos, mapas, detalles de fósiles, animales que solo se habían visto pocas veces y apenas había un esbozo de su silueta.
Camino horas por el campo, 9, 10 horas, a veces me quedo a dormir. Salgo y camino con mi cámara con mucho cuidado, llevo un andar que debe ser gracioso, trato de no dar ningún paso en falso. Camino y recolecto los objetos que siempre me interesaron y me dan pistas sobre la vida que hay en esos lugares: fósiles, huesos, raíces, plumas, entre otros. Los junto y los fotografio sobre un fondo negro.
Cuando encuentro un lugar que me interesa, lo fotografío y dejo instalada una cámara trampa, es una cámara que se activa con un sensor de movimiento y capta imágenes o videos de lo que pase por delante en ese momento.
Me interesa el carácter esquivo que se da en el encuentro con animales salvajes y a su vez en lo esquiva e infrecuente que suele ser la representación de esos encuentros, o de la vida de esos animales. Como si estuviésemos intentando mostrar algo que no nos da lugar a ser representado. Tal vez nuestra dificultad para encontrarlos sea el umbral que nos separa como especie de todos ellos, y nos condena a una distancia insalvable.
Los intentos por acercarnos a entender la vida de estos animales no dan cuenta de lo animal—una distinción semántica que uso para entender la distancia que me separa de las otras cosas—y con plena conciencia de esa idea me gusta jugar a probar los límites de la visión y el encuentro con el animal, sabiendo siempre que es un imposible, y que su representación no es más que un recuerdo vago, un “lo vi pasar por tal lugar, escuché algo”, puedo aproximarme al animal, pero lo animal siempre se escapa.
Espero siempre a ese bicho oscuro que siguió su camino, ando buscando los dos pumas que bajaron en ese invierno con mucho hambre y dejaron sus huellas cerca de la casa y después escaparon, al guanaco blanco (Yastay) que anda por Bajo Caracoles y cuida a los que andan solos en el campo y respetan con su caminata, ando buscando al caballo enano (Hippidion) que vivió por ahí hace siglos y dejó para mí sus dientes, sus costillas, busco a la ballena quieta, a algún vestigio de Kooch, busco al caballito de mar patagónico, al monito del monte, al gato de pajonal, al huemul.
No me interesa un encuentro directo con ellos, no quiero usar un teleobjetivo para verlos de cerca, hacer eso es para mi una falta de respeto, es no entender que me separa una distancia enorme. Quisiera ver cómo ven ellos, pasar desapercibido, esperar, esconderme, camuflarme, hacer silencio, o gritar muy fuerte. Juntarme en grupo, tener hambre, correr, saltar un alambre, hacer nido en una piedra grande, o esconderme en un hueco al reparo del viento.
Me pregunto cuando ando solo muchas cosas, ¿Qué me pasa si me quedo sólo acá, si me lastimo, cuanto tiempo sobrevivo, cuánto tiempo estaré acá… ahí? ¿Qué voy a comer si me quedo solo? ¿Cuál es la situación límite para estas cosas?, ¿Adónde me lleva todo esto?
Mirar el mundo desde una cámara trampa es mirar desde una distancia necesaria: No hay nadie humano en ese momento.
Sin embargo, lo que vemos es a nosotros mismos. En una totalidad inseparable.
Los humanos morimos, y terminamos.
Los animales mueren, y continúan. ¿No es este círculo la cosa?
Abrir, desparramar, enterrar. Hacerlo rápido, habilitar, permitir. No hacer otra cosa más que lo que se es.
Yo viví este proyecto antes de hacerlo. Yo tuve la exposición a la muerte desde que era muy chico: mirar un animal morir, verlo delante tuyo, no hacer nada para que no muera. Construimos, los humanos, muros enormes para no verlo. Pero la muerte es eso que un chico que está en el campo ve constantemente, porque es la exposición más directa a estar vivo. Ves la muerte por no tener explicaciones.
Vi expulsada una placenta en tierra seca. Contemplé durante horas salir un pájaro de un huevo. Busqué constantemente madrigueras, cuevas, nidos, pichones. Sentí el hedor de una liebre putrefacta. Olí leche de perra en el hocico de un cachorro. Vi un manojo de plumas desparramadas en un Neneo. Conservé, como un tesoro, un barranquero ahogado en una laguna.
¿No es esto la muerte? ¿La exposición más directa a observar a los animales?