Fuerza Interna
Una conversación sobre lo que nos mueve.
Antes de 1998, para llegar al templo Manakamana, un importante sitio de peregrinación hinduista en Nepal, era necesario caminar por senderos montañosos. A finales de 1998, se inauguró el Manakamana Cable Car, un servicio de teleférico que permite llegar a la cima de la montaña donde se encuentra el templo, en aproximadamente diez minutos. Durante los veranos de dos años consecutivos, Stephanie Spray y Pacho Velez se instalaron en distintas cabinas del teleférico y filmaron a pasajeros en más de treinta recorridos, con película de 16mm. Manakamana es un documental que se encuentra en una intersección entre el cine etnográfico y el cine estructural. Se presentan once recorridos completos, sin cambios de encuadre. Los pasajeros son vistos de frente. Detrás de ellos, el respaldar de sus asientos grises, y una amplia ventana de la cabina que enmarca parte del paisaje, siempre en movimiento.
Saliendo de la estación, la cabina se mece. Una de sus ventanas permite ver un gran río. El color del agua: verde musgo claro. Los dos pasajeros en la cabina, un señor y un niño, permanecen en silencio durante todo su viaje hacia el templo. Un juego de luces y sombras pronunciadas se proyecta sobre el saco del señor mayor. Suspendida metros sobre el agua, otra cabina se mueve en sentido contrario, de regreso al punto de partida.
El Sensory Ethnography Lab (SEL) es un reconocido centro de creación audiovisual que reúne personas interesadas en disciplinas variadas: ciencias naturales, ciencias sociales, artes, letras. Fue en un curso vinculado al SEL que Stephanie Spray realizó su primera película filmada en Nepal, un cortometraje documental titulado As Long As There's Breath (2010). Pacho Velez era asistente del profesor del curso. Interesada en la música, la religión y los idiomas, ella había comenzado a visitar Nepal cerca de una década antes, en 1999. Muchos de los protagonistas de Manakamana son personas nepalíes ya conocidas por Spray, a quienes ella invitó a participar en la película.
Otra cabina sale de la estación. Esta vez, en lugar de ver el río, se puede apreciar la estación misma. Un edificio de ladrillos y concreto, en la base de una montaña boscosa. Este viaje tiene una sola pasajera, quien sostiene una canasta huequeada, de plástico rojo, llena de flores y telas. La pasajera se cambia de lugar en el asiento, se desplaza más hacia el centro de la cabina. Algo pasa. Ve hacia el piso y luego sonríe e intenta suprimir la sonrisa.
Las cabinas del teleférico de Manakamana tienen una ocupación máxima de seis personas, distribuidas en dos asientos. Durante el rodaje, tres de esos espacios eran ocupados por Spray, Velez y su equipo: una cámara, un trípode, un micrófono y una grabadora de sonido. También una base de madera, construida para anclar el trípode y asegurar que el encuadre fuera consistente en las distintas tomas. La presencia de los cineastas es mayormente, pero no totalmente, imperceptible. La cámara y Velez, por ejemplo, pueden verse en el reflejo que producen los lentes oscuros de un pasajero. Cuando la pasajera del segundo viaje mira hacia abajo y luego sonríe, es porque pateó la pierna de Spray. En otras circunstancias se hubiera disculpado pero, en ese instante, el compromiso de interpretarse a sí misma en el rol de pasajera fue más fuerte que el impulso de los modales.
Dándole la espalda a la montaña boscosa de la estación, van una señora y, a su costado derecho, su esposo. Ella lleva flores en una bolsa de plástico translúcida, rosada. Unas agarraderas verdes indican que el señor también carga una bolsa, pero se desconoce su contenido hasta unos minutos después: de forma intermitente, un gallo asoma su cresta, añadiendo color a la esquina inferior izquierda del cuadro.
Las primeras palabras de la película llegan durante el tercer recorrido. Sonriendo, la señora comenta el tape-destape de sus oídos (entre la estación inferior del teleférico y la superior hay una diferencia de poco más de un kilómetro). Luego, ella recuerda que la primera vez que hizo esa peregrinación, tardó tres días caminando desde su pueblo hasta el templo. Por las ventanas de las cabinas, en ocasiones es posible ver las marcas de senderos en las montañas, e imaginar fragmentos de esa experiencia de caminata. El calor. El cansancio. La satisfacción de ver, desde la cima final, toda la topografía superada.
Tres adultas mayores ingresan a la cabina. Su ropa llena el espacio de rojo, verde y cian. La saturación de esos colores disminuye conforme la cabina sube, mientras los detalles en sus caras se difuminan. Parece que el día está nublado, al menos en la cima. Cuando termina el viaje, sus siluetas desaparecen hacia la derecha del encuadre. El templo está cerca.
Cuando, en sinopsis del documental, sus protagonistas son descrites como peregrines, mis pensamientos derrapan un poco. No espero bastones ni capas, pero alguien tomando un bus hasta la estación del teleférico se escapa de las imágenes (poco actualizadas) que asocio con el término. ¿Pero qué define el peregrinaje? ¿La distancia que separa al viajante del santuario? ¿El medio de transporte que utiliza? ¿El nivel de sufrimiento que, como una ofrenda o una prueba de devoción, se padece durante el desplazamiento? ¿Si los pensamientos durante el recorrido fueron, en promedio, más sagrados que profanos? ¿Qué distingue el peregrinaje del turismo? Puede ser tentador ceder ante el espejismo nostálgico de que todo peregrinaje pasado fue, en más de un sentido, más puro que el presente.
La cabina traslada a tres hombres jóvenes, todos con pelo largo y camisas negras. El sol ilumina la cara de un gatito bebé, y la mano de quien lo sostiene, mientras el muchacho del medio le toma una foto con una cámara digital pequeña. Cada uno tiene su propia cámara. A través de las ventanas, mientras conversan, registran el cambiante paisaje.
En Manakamana confluyen distintas corrientes cinematográficas, especialmente aquellas interesadas en llamar la atención a la duración, el ritmo y la idea de mostrar las cosas “en tiempo real”. El cine estructural, por ejemplo, con su exploración de rasgos tanto formales como materiales del cine analógico. En ciertas películas estructurales, el movimiento del encuadre es un elemento protagónico, sea porque la cámara se mueve incesantemente, como en <---> (1969) de Michael Snow, o porque los planos cambian de forma notablemente pausada, como en Wavelength (1967), del mismo director. Por medio de recursos como la duración, el minimalismo o la quietud, los experimentos estructurales buscaban, entre otras cosas, concentrar o revitalizar el ejercicio de los sentidos en el cine. Esos recursos podrían remitirnos, también, a los inicios mismos del cine, cuando el encuadre estático de los Lumière llamaba la atención a otros movimientos: el de los trabajadores caminando, el de las hojas de los árboles, el de la boca de un bebé desayunando.
Pero así como la cineasta Belga Chantal Akerman combinó elementos estructurales con situaciones e intereses más personales o hasta íntimos, Spray y Velez toman lo estructural para unirlo con otros registros, como el del cine etnográfico, y su énfasis en mostrar en detalle el comportamiento de personas en diferentes grupos o espacios. Así, en Manakamana, el ritmo no es creado por paneos o giros de la cámara, ni un montaje con cortes evidentes, sino por el dinamismo propio del celuloide (sus granos, su parpadeo), las acciones de las personas filmadas y el entorno fluctuante registrado desde las cabinas. También por vaivenes más abstractos, como ha comentado Velez: “El cuerpo y el espíritu, lo sagrado y lo profano — a nuestro modo tranquilo, quisimos capturar alguna parte del flujo y reflujo entre ellos”.
Cuando van saliendo de la oscuridad de la estación, se escucha un balido. Es difícil tener certeza de cuántas cabras están siendo transportadas al templo. Están amarradas, con mecates, a la caja metálica que las traslada. ¿Son seis? Parece. Una de ellas se mantiene más erguida que las demás. La cámara registra su nuca y sus orejas, ondeadas por el viento.
El proceso de edición de Manakamana, también asumido por Spray y Velez, tomó más de un año. De los 35 viajes que registraron, debían elegir cuáles utilizar, así como su orden en la secuencia. También era necesario tomar otras decisiones de montaje: ¿Sería mejor mostrar los viajes completos, o cortar las tomas? ¿Qué tal sería intentar crear una sensación de simetría, con una cantidad de recorridos de ida seguidos por la misma cantidad de viajes de regreso? La simetría, aunque compatible con la rigurosidad de cierto cine estructural, se sentía forzada. En la película, finalmente, se presentan once viajes. Seis recorridos hacia el templo, un intermedio sonoro, y cinco recorridos de regreso a la estación inferior. En el último de los recorridos ascendentes, quienes viajan hacia el templo son cabras. Como el gallo que hizo su aparición en el tercer recorrido, las cabras serían sacrificadas en el templo como parte de un ritual religioso.
El zumbido repetitivo de un motor. Chirridos metálicos. Campanadas dispersas de distintos tonos. Algo cercano al silencio. Belidos lejanos. Personas hablando. Por un par de minutos, la pantalla permanece en negro. El sonido ambiente de una estación es acompañado por el sonido de campanas.
La pantalla en negro es una imagen recurrente durante el documental. Así comienza y así termina: se escucha el sonido ambiente de una estación del teleférico, mientras la pantalla permanece en total oscuridad. En el intermedio que divide los viajes ascendentes de los descendentes, la pantalla permanece en negro poco más de dos minutos, durante los cuales se escucha una composición sonora que combina campanas con sonidos de máquinas y personas en movimiento. Ante su distancia cultural, les directores prefirieron no producir imágenes del templo. Esa composición sonora fue su manera de evocar lo sagrado. Quizá en esos minutos alguien imagina cómo podría ser el templo, basado en experiencias e información acumuladas. Otra persona podría recordar vivencias de peregrinaje o turismo en espacios sagrados. La ausencia de imágenes, en el contexto adecuado, puede reanimar nuestro interés.
La topografía empinada puede apreciarse con detalle por la ventana. Una persona camina. Dos búfalos pastan. Dentro de la cabina, una mujer adulta sola. Suena una bolsa de plástico. Se asoma brevemente un objeto de madera. Es el techo de una versión miniatura del templo. Un souvenir.
La pantalla en negro también protagoniza el paso de un recorrido a otro. Cada viaje fue filmado en un rollo de película de 16 mm, cuya extensión de 400 pies (120 metros) les permitía a les directores grabar cerca de once minutos. Es decir, la totalidad de un recorrido promedio. Como Alfred Hitchcock en Rope (1948), Spray y Velez crearon la ilusión de continuidad en el montaje. La oscuridad presente después de entrar o antes de salir de las estaciones fue aprovechada para lograr transiciones imperceptibles entre viajes/cortes.
Una mujer joven, rubia, parece inquieta. Examina distintos objetos, mueve su cabeza para ver por las distintas ventanas de la cabina. A su izquierda, una muchacha joven, con una flor rosada en su pelo negro, toma agua de su botella. Después de minutos de silencio, hablan de distintos temas, en inglés con acento estadounidense. ¿Son peregrinas o turistas? La mujer rubia se abanica con un cuaderno anaranjado.
En varios recorridos, el calor es un tema de conversación o, al menos, una presencia perceptible. Un joven desearía algún sistema de aire acondicionado en la cabina. Otras personas se abanican o muestran en sus cuerpos los efectos del bochorno. A dos mujeres se les derriten rápidamente sus paletas de helado. Las pequeñas incomodidades padecidas en las cabinas invitan a especular sobre la experiencia de realizar ese peregrinaje a pie. Tal vez se sentiría una sed constante. Tal vez habría que batallar mosquitos. Tal vez sería necesario concentrarse para evitar tropiezos. Pero tal vez, también, podría alcanzarse el estado de plenitud que a veces acompaña el acto de caminar.
Dos señoras se ríen de sí mismas. La situación es retadora: quieren comer una paleta de helado en un espacio caliente, sin llenarse de helado la ropa. Una de ellas tiene una pequeña bolsa plástica que usa para atrapar las gotas del helado derretido. La otra va a tener que enjuagar su ropa cuando lleguen a la estación.
Parte del potencial atractivo de ciertas corrientes de cine es la posibilidad de experimentar modos de percepción distintos a los usuales. Ciertos usos de la duración y la inmovilidad pueden resaltar el potencial básico que tiene el cine para hacernos “ver el tiempo pasar”. “Con mis películas—dijo Akerman—usted está consciente de cada segundo transcurriendo por su cuerpo”. Se recalibra nuestra atención mediante recursos formales y, de repente, notamos detalles que en otro escenario ignoraríamos. O elevamos el peso dramático de lo cotidiano, al punto de que presenciar a dos señoras sentadas comiendo helado puede experimentarse como una escena de acción.
Dos hombres, cada uno con su sarangi. Hablan un rato, con las montañas nubladas detrás suyo. Después de afinar sus instrumentos, tocan música tanto para su audiencia inmediata, los directores, como para la futura.
Les directores asocian el rodaje de la película con una constante tensión entre contingencia y control. Ram Krishna, un habitante nepalí, trabajó como coordinador de les pasajeres. Él se aseguraba de que las personas estuvieran listas para montarse en la cabina apropiada. También les daba ciertas indicaciones: que intentaran no mirar mucho hacia la cámara, por ejemplo, o que se sentaran cerca del centro. El décimo recorrido es protagonizado por dos músicos, quienes llevaron sus instrumentos porque así se los solicitó Spray. Ella no sabía si iban a tocarlos o no. Ningún documental se escapa de la escenificación.
Reaparece la pareja del tercer recorrido. Toman los mismos espacios que la primera vez: el señor a la izquierda del encuadre y la señora a la derecha. El gallo también les acompaña, pero ya no vive. En lugar de su cresta, se asoman sus patas inertes, iluminadas por un rayo de sol.
En la década de 1960, la construcción de una carretera redujo significativamente el tiempo que tomaba el peregrinaje desde Katmandú, capital de Nepal, hasta la zona de Manakamana cercana al templo. Sin esa carretera, la construcción del teleférico hubiera sido inviable. Manakamana no es un documental expositivo, ni de esos con aparentes pretensiones de “agotar” un tema o un argumento. No explica nada sobre Nepal: ni su sistema de castas, ni la significación de la vestimenta, ni sus distintos sitios de peregrinación. Tampoco ofrece información biográfica sobre las personas protagonistas, más allá de la que ellas comentan. Su enfoque es más amplio. Fundiendo los giros mecánicos de dos aparatos (cámara y teleférico), Manakamana alude a distintas experiencias de desplazamiento. Y, permitiendo la desorientación, sugiere la inagotabilidad de un mundo en transformación perpetua.
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Con cada entrega de la columna, nos adentramos en el mundo del documental creativo por medio de una obra relacionada a la temática del volumen, abriéndonos a las infinitas posibilidades de este género que difumina los límites entre la realidad, la experiencia y la imaginación.