Monumentos
En busca de rezos y rituales arraigados a la Tierra.
A principios del 2018, la artista y cineasta Len Murusalu escuchó la canción folklórica de Livonia «Sadā, vīmo» ('Llueve a cántaros, lluvia'), cuya letra comprendió a pesar de que el idioma en sí le era desconocido. Inspirada por esta experiencia y por su curiosidad por las dinámicas históricas que ponen en peligro las lenguas pequeñas, realizó Tras Betelgeuse. En esta película, la protagonista navega un paisaje transformado por acontecimientos cósmicos, guiada por la canción folklórica. Los sonidos y la letra de «Sadā, vīmo» se convierten en el canal para conectar con antepasados, y en la brújula para recorrer el espacio y el tiempo mientras la peregrina busca refugio para sus recuerdos amenazados.
El cortometraje está narrado en livonio, una lengua declarada inactiva en el año 2013. En tiempos medievales, Livonia fue una región económicamente poderosa situada en las actuales Letonia y Estonia. Pero hoy, los últimos pueblos históricos de Livonia se encuentran en una franja de playa arenosa en el cabo Kolka, al norte de Letonia —la Segunda Guerra Mundial, las deportaciones masivas a Siberia y la marginación durante la ocupación rusa llevaron a la lengua y la cultura del pueblo autóctono de Livonia casi a la extinción. Como dice la lingüista mixe Yásnaya Aguilar Gil: «las lenguas no mueren, a las lenguas las matan».
Sin embargo, a pesar de las atrocidades de la ocupación rusa, aquí tenemos a una cineasta, años después, cuyo cuerpo reconoce una canción livonia sin ella siquiera saberlo. Si el lenguaje es la clave para entender la cultura —dice ella—, ¿cuánto reconocimiento universal y sin palabras existe en nosotros debido a tradiciones folklóricas comunes, paisajes sonoros familiares o un sentido de naturaleza compartido? Este reconocimiento sin palabras del que habla Len es similar a la interpretación que hace el mitólogo Martin Shaw del mito como una forma de ecolocalización de la tierra: «La Tierra transmite pulsaciones, información codificada, imágenes lúcidas y luego se sienta a ver qué ecos le devuelven sus mensajes». Aunque la película de Len hace referencia a acontecimientos históricos, opta por mantenerse fiel a las formas míticas y poéticas de narración de la región geográfica, dando vida a esos ecos que puedan encontrar, ahora o en el futuro, un sentido de reconocimiento en otros cuerpos.
En Tras Betelgeuse, la comunicación del paisaje ocurre a un nivel perceptivo profundo que trasciende las palabras y, por tanto, requiere que nos sintonicemos con la capacidad innata de nuestro cuerpo para captar estas señales. La película difumina la distinción entre mundo, cuerpo y lenguaje. Todo está entretejido: el lenguaje es un gesto de la tierra que viaja en el tiempo a través de los cuerpos que la habitan, un paisaje sonoro familiar que da a la protagonista un sentido de orientación y pertenencia mientras navega acontecimientos aún indefinibles en un mundo que cambia rápidamente.
Desde esta perspectiva, la sensación de pérdida que se da cuando la lengua y la expresión cultural desaparecen no es metafórica, sino una ruptura real de los pulsos resonantes entre el cuerpo y la tierra, y de las capacidades de navegar el mundo que esa relación habilita. Sin embargo, la historia aquí es una de esperanza, como dice Len: «mientras haya quien recuerde, ¿puede algo considerarse realmente extinto?». En la película, la protagonista necesita una canción para hacer su viaje hasta un lugar seguro, quizá ese sea el tipo de mapa que todos necesitamos en tiempos de acontecimientos cósmicos, dejando que las canciones de nuestras tierras nos guíen.