(silencio)
El espacio que nos contiene
Dicen que los árboles hablan entre sí, que sus palabras pasan a través de finos filamentos subterráneos. Estas comunicaciones moleculares pueden intercambiar información y recursos. Como una hoja marchita que indica sequía, estas palabras forman parte de sus cuerpos arbóreos. Para dominar ese lenguaje, una tendría que tener ese cuerpo —una tendría que convertirse en árbol.
Me pregunto cómo escuchar estas palabras de los árboles. Cómo encontrarlas. O incluso cómo empezar a buscarlas con mi cuerpo humano. La definición de lenguaje que dice así: «El lenguaje es el uso de signos abstractos basado en reglas», se ha utilizado para distinguir el lenguaje humano de la comunicación animal. Aplicarla a las plantas las distanciaría aún más de los humanos de lo que lo hace con los animales, pero sigue siendo una fórmula para pensar en el lenguaje. En lugar de asumir cualquier idea sobre la comunicación de las plantas, quiero utilizar ese estándar tan humano para abordar la idea de entender las plantas de una manera diferente. Veo el propio cuerpo de la planta como un signo —no como una forma de comparar o contrastar, sino simplemente como un punto de partida.
Si las palabras de los árboles son parte de sus cuerpos, entonces las partes del cuerpo de un árbol podrían ser como las letras del alfabeto, una torpe comparación humana. Pero puedo observar las partes. La escala microscópica de la comunicación árbol-a-árbol a través de las redes de micelio está fuera del alcance de mi vista directa. Pero con mis ojos y mi lápiz, puedo observar las figuras de los árboles e intentar escuchar lo que me dicen.
Me siento a la sombra de un gran peñasco para descansar el tobillo que se queja de la tambaleante travesía por el talud para llegar a este antiguo bosque de pinos huyocos en el lado este de la cordillera Mosquito, en el centro de Colorado. El camino hasta este sendero termina en picos formados por anticlinales fallados, lugares donde los estratos profundos de la tierra son empujados hacia arriba en pliegues. Restos de minas y exploraciones petroleras plagan las laderas de esta cordillera rica en minerales y aceites. La zona donde sobreviven los antiguos pinos huyocos no fue minada. Ahora está en el Bosque Nacional, pero forma parte de los territorios de caza históricamente utilizados por el pueblo ute.
A pesar de que la carretera no va casi a ninguna otra parte, la zona es concurrida. Los senderistas pasan sin verme agazapada junto al peñasco y yo escucho a escondidas. Son los árboles lo que han venido a buscar. Expresan su admiración y asombro. Se paran junto a ellos y los miran. Los tocan. Posan con los árboles. Fotografía tras fotografía de los cuerpos de los árboles solos y yuxtapuestos con los humanos.
Yo intento dibujar un árbol.
Mientras intento captar las líneas del árbol que he elegido, me pregunto por mis motivaciones. Se siente similar a los selfies de los otros visitantes: un recuerdo, un recuento del árbol. Aunque menos invasivo que una marca vandálica, se sigue sintiendo como un deseo egoísta. «Mírame». «Yo estuve aquí». Siento una molesta sensación de voyeurismo, de privilegiar no sólo mi capacidad para llegar hasta aquí, sino mi elección de una forma fantástica de documentar.
Mis dibujos no pueden captar este árbol.
Desde las ilustraciones científicas para medicina hasta los elaborados sistemas de metáforas, el arte occidental ha encontrado usos de las plantas como objetos. Romper con estas formas parece imposible. Pero, una vez más, necesito un punto de partida, y por eso enfatizo el proceso, no el producto: el proceso de mirar y registrar, aunque sea cuestionable y defectuoso.
¿Cómo puedo empezar a registrar la información codificada en un solo trozo de la piel de este ser? Los cientos de años de vida suman 730.000 días de intemperie que han arrancado la corteza, pulido las superficies expuestas, provocado curvas y espirales, y dejado largos surcos a lo largo de la pequeña porción en la que centro mi atención.
Estoy ignorando el tejido que hay debajo, las células que lo componen, los organelos dentro de las células y las moléculas que fluyen por todas partes. En cada escala hay más cosas que ver y comprender. No podemos traducir lo que no entendemos. Pero podemos transliterar. En un enfoque corporal de la cognición y el lenguaje, los modos de pensamiento surgen de cómo los cuerpos experimentan y procesan el entorno. Las figuras que forman los árboles son un registro de su experiencia ambiental. Mi vaga idea es que las figuras de los árboles registran sus vidas y que pueden concebirse como letras de un lenguaje que no podemos percibir. El cuerpo del árbol crea una figura. Podemos ver lo que podría ser una letra de un «alfabeto» y convertirla en la letra correspondiente de otro. Dibujo las figuras del árbol para «transliterarlas» en algo que pueda tener significado para un cuerpo humano y una mente humana.
Me cuesta comprender los planos angulados de la madera expuesta. Trazo las líneas una y otra vez, y hay demasiada información para incluir. Es como si mi mente no pudiera dejar que mis ojos vieran la verdadera forma de este ser arbóreo. No se ve bien —como una criatura desparramada, sentada en el suelo con las piernas enroscadas, levantando enormes brazos hacia el cielo.
De vuelta en el estudio, reelaboro los dibujos una y otra vez. Empiezo a ver. Y a sentir cierta resonancia en mi propio cuerpo. Las rasgaduras, los remolinos y las crestas expuestas de la madera interior codifican una historia. No puedo leer las palabras ni la historia, pero empiezo a ver las formas de las letras.
La torsión de las caderas, puedo transferir esa letra en el lenguaje corporal del árbol a mi cuerpo, un cuerpo diferente, un lenguaje diferente, transliterado, la forma es similar. No puedo saber lo que significa para el árbol, pero en mi cuerpo puedo preguntar qué viento o presión de roca provocaría una torsión de cien años.
Comparo mi deseo de conseguir esta imagen con la voluntad de vivir del árbol. 730.000 horas frente a una sola hora que puedo estar aquí sentada. Los artistas aquí son el árbol, el viento, el granizo y las piedras de la ladera.
Sueño con los pinos huyocos que viven en los márgenes. Son forasteros con una cultura tan extraña que son vistos como objetos de curiosidad más que como seres semejantes.
Los veo como en un vasto plano oscuro más allá del límite de nuestro mundo cotidiano.
Estos seres retorcidos soportan la mirada de los turistas en silencio. Si alguna vez hablaron con forasteros, ya no lo hacen. ¿Acaso a los visitantes les importa siquiera? ¿O sólo quieren ver el espectáculo de monstruos de extremidades nudosas y raíces retorcidas como cuerdas?
Si alguna de las personas que vino a mirar se quedara el tiempo suficiente, quizás podría aprender la lengua de los antiguos.
Pero los vientos punzantes y las rocas impredecibles y deslizantes de la orilla son crueles con los cuerpos blandos y cálidos de este mundo. Las rocas se inclinan y se deslizan. Parece que toda la montaña se te viene encima. El viento grita y desgarra. La luz del sol abrasa y quema.
Aquí, en el extremo salvaje del mundo, cosas simples como el agua y el aire pueden ser tan peligrosas como las bombas o los cuchillos y retorcer en todos las direcciones los cuerpos que viven al límite.
¿Es que acaso ellos mastican rocas y beben hielo? ¿Cómo permanecen todos juntos en la arboleda cuando la tierra cambia tanto?
Los ancianos se aferran a las rocas, incluso alojando piedras en su interior, como la historia que oí en la escuela y que aún me estremece sobre un soldado espartano que dejó que un zorro le comiera el estómago antes que mostrar su dolor.
Bajo el aplastamiento de la roca, en el borde sólido del suelo donde el viento es más suave, los más jóvenes y otros de formas y hábitos distintos se mezclan alegremente con los ancianos.
Pero los habitantes de la Arboleda han descubierto algo. Corre el rumor de que por debajo de la tierra tienen enlaces a la antigua usanza—viejos apretones de manos—, antiguos protocolos. Quizá esos enlaces subterráneos también puedan encontrar comida allá abajo, fuera de la vista.
En la ladera lejana, por encima del camino que hemos hecho los visitantes, un torso y un cuello rotos sobresalen como si estuvieran hechos de roca. ¿Acaso los eslabones de la Arboleda le fallaron a éste? ¿Se tambaleó la tierra tan violentamente que se rompió su agarre? ¿O fue que la dura vida aquí desgastó su deseo de persistir?
Vi a uno de los ancianos inclinarse tanto que sus extremidades presionaban en todos los ángulos para mantener el equilibrio. Hombros, pecho y brazos estaban tan empujados en una dirección que cualquier persona normal necesitaría un bastón sólido para sostenerlos. Debajo de la larga e inclinada repisa que corría desde la cadera hasta la axila, la parte delantera de su torso estaba desgarrada. Las capas del interior estaban selladas, duras y lisas, como si aquel espartano hubiera sobrevivido al zorro y le hubiera crecido una armadura a partir de sus cicatrices.
En otro continente, paso junto a la iglesia, las gallinas y las vacas, dejando atrás las vistas del Chateau segado y el encanto del pueblo, para entrar en lo que se siente como un túnel hacia un bosque de hayas. Caminos ásperos serpentean entre los árboles y la leña se apila en sus extremos. El uso comunal del bosque es tradición aquí. Estamos en la Alta Marne, en el norte de Francia, un departamento creado en 1790 a partir de varias provincias pre-revolucionarias, entre ellas Champaña y Borgoña. Este bosque se encuentra justo al sur de una región cárstica de la que mana el río Manoise. Marga y piedra caliza cubren el suelo del bosque, donde se han librado batallas multitudinarias y donde hoy los jabalíes escarban el barro con sus colmillos.
El camino se adentra entre los árboles a lo largo de un lodoso arroyo tributario. En la ladera por encima de los pastizales de vacas que acabo de dejar atrás, el sol baila a través de un bosque abierto de hayas y arces y sicomoros maduros, y el sotobosque es abierto y frondoso. Pero aquí, la lluvia de la noche anterior gotea a través del dosel. Las babosas, algunas manchadas y otras anaranjadas, se extienden por el camino de tierra húmeda. Aparte del sonido de los pájaros y los huecos dejados por los jabalíes en el barro, no hay nada más que árboles y sombras. La escena captada por la cámara de mi teléfono es brillante y verde, pero lo que veo con mis ojos es más oscuro, menos saturado, incluso opresivo y sombrío.
He entrado en la selva.
Ningún árbol en particular me llama para que lo dibuje. Ningún tronco con rasgos llamativos reclama mi atención ni apela a mi mano para que lo copie. Los árboles más grandes se extienden hacia el cielo, pero la mayoría son más bajos, inclinados y quebrados, oscuros por causa del liquen y el musgo. A diferencia de las laderas rocosas de Colorado, aquí la lucha no es por el agua y el carbono, sino por la luz. Las delgadas líneas de troncos y ramas parecen bastante claras hasta que intento ordenarlas en mi hoja.
Me pierdo en el dibujo, no puedo mantener la claridad de lo que estoy mirando. Si la historia de un dibujo de un pino huyoco es la de demasiada información en la figura y la línea de un cuerpo —demasiada para registrar—, aquí la sobrecarga de información proviene de demasiados cuerpos que se amontonan en el campo de visión.
El simbolismo de los bosques es variado y vasto. Sentada en un banquillo en este espacio húmedo y sombrío, siento una pérdida de control, quizá similar a la afirmación de Giovanni Aloi en Why Look At Plants, de que el bosque como símbolo está «diseñado para recordarnos (o convencernos) de que ya no pertenecemos a la naturaleza; de que nos fuimos hace mucho tiempo; y de que el bosque es esencialmente, para nosotros, un lugar de pérdida; perder el rumbo, perder la cordura, perder la vida»(1).
Estar en el bosque es estar en el lugar de los cuentos de hadas —pero estos cuentos giran en torno a personas que están dentro o fuera del bosque. Al entrar en el bosque descubren que las reglas que aplican son distintas. El peligro es diferente allí que en los concurridos espacios humanos, pero el cuento sigue siendo un drama humano. El bosque es un lugar real, no un símbolo. ¿Cuáles son las historias del bosque en sí?
Cuando estoy en los terrenos de los jardines, amorosamente planificados y mantenidos para la apreciación estética humana, estoy siempre al tanto del bosque en los márgenes y de cómo no estoy dentro de él. Ahora estoy muy dentro del bosque y busco el calor, la luz y la sombra tal como un árbol, pero también a diferencia de un árbol. Puedo abandonar el bosque para encontrar la comodidad del sol y el césped, pero ¿cómo puede un árbol concebir el abandonar el bosque? ¿Qué saben los árboles sobre adentro y afuera?
Dejo a un lado la lucha por organizar las demasiadas líneas de árboles y me enfoco en lo único que está claro —la luz.
La forma en que la luz cae y golpea las superficies a través de los árboles define la forma de la escena, pero no en bloques grandes y fáciles. Golpea la extremidad de un árbol, luego el tronco de otro. No puedo encontrar fácilmente un patrón más grande. Rayos aleatorios iluminan una rama musgosa por aquí, luego un tramo de corteza por allá.
Si estos cuerpos arbóreos hablan entre sí, deben hablar también de luz y espacio y aire tanto como de cualquier pensamiento subterráneo. Mi cuerpo empieza a desear el calor de la luz del sol mientras estoy aquí sentada. Quiero seguir la luz.
Fuera de la selva oscura, en los terrenos de los jardines del Chateau, hay un pequeño bosquecillo de hadas con un sendero que atraviesa las lilas del sotobosque de arces, sicómoros y píceas. Las ramas se arquean sobre el sendero formando un túnel hacia la luz y el lago de abajo.
Quiero dibujar el sombreado camino encantado y la luz que hay más allá, pero cuando abro de par en par las páginas de mi cuaderno, me sorprende el repentino estallido de movimiento sobre la superficie blanca. Las sombras de los tallos y las hojas sobre mí se agitan y parpadean. Como en las primeras imágenes en movimiento, formas abruptas e indefinidas entran y salen de foco.
Esto es lo que son los cuerpos de los árboles —una estructura para estirar un trémulo ovillo de cosechadores de luz hacia los rayos del sol para captar su energía— no las líneas fijas de un dibujo.
Intento atraparlos con mi carboncillo de vid, en sí mismo un tallo carbonizado. Parece sencillo hasta que no lo es. No puedo seguirles el ritmo. Mis astutos dedos homínidos no evolucionaron para ser hojas. Puedo sostener el carbón y convertirlo en patrones en una página. Ellos captan la luz y la convierten en vida. Este canto/vibración en la luz es la historia del bosque mismo. Intento fijar el canto en duras formas blancas y negras. La imposibilidad de hacer esto me pone de vuelta en mi cuerpo. La separación está completa. Quizás ser humano es querer hablar con un árbol, aunque una no pueda, querer tender un puente entre las diferencias.
Desde las antiguas historias de Dafne y Narciso hasta la prominente cabeza foliada de la reciente invitación a la coronación del rey Carlos III de Gran Bretaña, la difuminación de los cuerpos humanos y vegetales es un motivo común y persistente. El Hombre Verde es una iteración de este tipo de persona vegetal. Aunque su antigüedad y la consistencia de su carácter son muy discutidos, existe un interés creciente por este arquetipo. Independientemente de sus orígenes, el Hombre Verde habla de nuestro interés y nuestra necesidad de reanimar nuestra comprensión del mundo vegetal y de conectar con él (2).
Si el lenguaje está ligado al cuerpo, difuminar los cuerpos, árbol y humano, humano y árbol, parece una buena metáfora del intento de cerrar la brecha del entendimiento. El Hombre Verde podría ser un símbolo del deseo de acercarse al mundo vegetal en términos más equitativos. Si la diferencia corporal hace imposible un entendimiento exacto, entonces el personaje fantástico de un cuerpo fusionado puede ser un emblema del deseo de cerrar esa brecha. Un deseo de reconocer la comunicación de los árboles sin asumir que la entendemos o no; de encontrar formas de ver/escuchar las palabras de los árboles aunque estén en un idioma que no entendemos.
No sé si somos criaturas que salimos del bosque, de la sabana o de un jardín perdido, pero esta práctica de estar con lo vegetal, de dibujar un árbol para abrirme a aprender algo de su mundo, se siente como un necesario acto de solidaridad en este tiempo.
Cuando empecé a pensar en los árboles y el lenguaje, quería observar directamente con la menor cantidad posible de ideas preconcebidas. Pero, ¿qué podía ver realmente? Los cuerpos de los árboles.
No puedo escapar de pensar como humana, pero cuando desmenucé la idea de «signo» en el contexto de la vida vegetal, llegué a la planta misma. Las plantas en el jardín nos muestran lo que necesitan con su forma de crecer. El único lenguaje de los árboles que sentí que podía ver era el registro de su experiencia vivida manifestada en su crecimiento físico.
Al principio pensé en este ejercicio de dibujo como un ejercicio de traducción, pero los prejuicios humanos se interpusieron rápidamente en mi camino. Me esforcé por imaginar posibles significados y ese esfuerzo me alejó de la planta en sí. Así que decidí sentarme y dibujar. La experiencia de dos tipos de seres distintos en diálogo, con sólo sus cuerpos como posible base para ese intercambio, me llevó a la idea de la transliteración.
La transliteración sustituye una letra escrita por otra en una palabra o frase, de modo que se pueda hacer la misma vocalización leyendo alfabetos diferentes. Sigue siendo un proceso humano de escritura y lectura, pero se basa en lo que hace el cuerpo al hablar. A través de la voz, la transliteración ofrece al lector una conexión corpórea con un mensaje sin transmitir un significado abstracto, reconociendo que las figuras visuales son, o al menos podrían ser, un mensaje (3).
Tomo asiento. Miro. Dibujo. Espero recorrer un poco de la distancia que nos separa. Si puedo frenar mi cerebro humano en su prisa por analizar y clasificar, quizá pueda entrelazarme a la presencia, al mensaje, de un árbol.