Desierto
Un fotógrafo explora los conceptos que han definido su paisaje de infancia
Acostada en la cama una mañana, el sol entra por la ventana a mi izquierda formando un haz de luz justo en frente mío donde flotan millones de partículas de polvo. Mi mano se extiende hacia la luz e intenta agarrar las partículas, pero cuando cierro el puño no queda nada adentro. Debo tener cuatro años o menos. Ese recuerdo se acaba cuando mi papá entra al cuarto y me pregunta qué estoy haciendo. No me acuerdo de mi respuesta, de hecho, en ese recuerdo no hay ninguna 'idea', no sé qué pensé sobre lo que estaba viendo. Lo único que acompaña ese recuerdo es una sensación, una especie de magnetismo ante el universo que se desplegaba frente a mí en esa franja estrecha de luz.
Poco tiempo después la vida empezó a delinearse con pensamientos, y desde entonces, mi mente ha sido un lugar abarrotado. Aprendí muy temprano que el valor en este mundo estaba atado a las ideas y a la capacidad de articularlas coherentemente. En la casa donde crecí reinaban la razón y la lógica. Aprendí a construir argumentos sólidos, a hablar claro, a anticipar respuestas y a tener razón —no en el sentido de no estar equivocada, sino de tener a la racionalidad de mi lado. Me volví tan elocuente en mis ideas que por mucho tiempo no dudé nunca de ellas, de su veracidad.
La primera vez que me senté a meditar la instrucción fue clara: contar nuestras respiraciones hasta diez y en el momento en que nos diéramos cuenta que nos habíamos distraído con pensamientos, sencillamente volver a empezar. Fue la primera vez que tomé conciencia de lo abarrotada que estaba mi cabeza. Contar hasta diez se sintió como atravesar un campo minado: pensamientos listos para explotar cada dos respiraciones. Ideas, argumentos, respuestas, todos demandando mi atención, todas intentando convencerme de que eran ciertas. Pero en medio de los pensamientos, una sensación exquisita: un silencio, un vacío, un refugio.
Es difícil describir el silencio sin hablar de lo que no es. Abstención de hablar, omisión, ausencia de sonido. Pero la ausencia de sonido es una imposibilidad en nuestro mundo. Gordon Hempton, un ecologista acústico, hace la distinción entre sonido y ruido. Para él, el silencio es la ausencia de ruidos, “el silencio de todos esos sonidos que no tienen nada que ver con el sistema acústico natural” (1). Él dice que en el silencio se puede sentir la presencia de todo. El problema, advierte, es que el silencio es una especie en peligro de extinción en un mundo que ha inundado la realidad con motores, generadores, alarmas, y demás. No quedan muchos lugares donde podamos escuchar nuestros paisajes externos e internos.
Pero aún en los lugares más silenciosos nuestras mentes pueden ser muy ruidosas. En su libro, Un ataque de lucidez, la neurocientífica Jill Taylor habla de otro libro: Why God Won't Go Away. En él, otros dos neurocientíficos describen su investigación, en la cual monitorearon el cerebro de meditadores tibetanos y monjas franciscanas para observar la actividad cerebral en los momentos de sus meditaciones o rezos en los que sentían que alcanzaban el momento cumbre de intensidad espiritual. Los hallazgos mostraron principalmente una disminución de actividad en dos áreas del cerebro: los centros del lenguaje del hemisferio izquierdo —provocando un silenciamiento de la charla cerebral— y el área de orientación que nos permite definir los límites físicos del yo —provocando que perdamos la noción de dónde terminamos nosotres mismes y empieza el mundo ‘alrededor’. Es decir, el sentido de trascendencia, espiritualidad, unidad o como queramos llamarle (Dios, incluso) está relacionado a un silenciamiento de la mente discursiva y a una pérdida de la noción de límites.
Hace unos años tuve la oportunidad de ir a una reunión cuáquera (o reunión de amigues, como las llaman). La forma de culto de les cuáqueres consiste en sentarse juntes en silencio por una hora. A veces alguna persona recibe un mensaje y lo comparte con el grupo. A veces no se dice nada por sesenta minutos. Volví dos veces más a estas reuniones en distintos momentos. En una de las sesiones hubo una breve introducción a la práctica y la mujer que la describió dijo que se reunían en silencio para escuchar ‘la pequeña y tranquila voz de Dios’. En inglés (uno de los idiomas en que ella dio la explicación) usó la palabra ‘quiet’ donde en español usó ‘tranquila’. Otra traducción para ‘quiet’ es ‘silenciosa'. Mi abuela, devota católica, falleció unos días después de que yo fuera a esa reunión silenciosa. Por años, mi abuela rezó el rosario todas las noches. Tengo el recuerdo intacto de ella cuando nos visitaba en San José: sentada al borde de la cama, en silencio, emitiendo apenas un murmullo, repitiendo tantas veces el Avemaría que las palabras perdían sentido y se convertían en un solo hilo infinito: diostesalvemariallenaeresdegracia…. No recuerdo que nos dijeran que no había que molestar, sí recuerdo que la presencia de ese silencio era suficiente para comprender que el ruido no era bienvenido en ese momento. Como dice Hempton, ‘el silencio silencia'. Cuando mi abuela murió, me di cuenta que había sido ella quien me había enseñado a rezar, no porque me hubiera enseñado oraciones para repetir, sino porque me había mostrado cómo estar en silencio, cómo hacerle espacio a la pequeña y silenciosa voz de Dios.
Los taoístas llaman al espacio entre pensamientos el vacío fértil. La verdad, según el taoísmo, se encuentra en el silencio. Lo que no tiene nombre es el principio de todos los seres y no se puede conocer a partir de lo que tiene nombre, de lo definido o definible. De nuevo el lenguaje, de nuevo los límites. Es como si el lenguaje fuera una línea que emerge del silencio, trazando formas que por un momento dan la ilusión de que el vasto vacío es, existe, es tangible. El lenguaje le da al silencio forma, ritmo, textura; delimita el silencio en fragmentos que le dan forma al vacío y que nos hacen sentir que podemos captarlo. El silencio es la sustancia madre, todo lenguaje es un intento por ponerle límites a una sustancia que se desborda. Como mi puño intentando agarrar las partículas de un universo flotante. Adentro no queda nunca nada. El lenguaje es hermoso porque tiene la capacidad de revelarnos el silencio en el que flotamos, pero el lenguaje no estaba hecho para ser permanente, un buen lenguaje, creo yo, debería disolverse de nuevo en el silencio. Debería trazar formas que se deshagan, debería querer agarrar el universo flotante, y también reconocer que no queda nada dentro del puño. En vez de eso, nos volvimos adictos a los límites, a sentir que el mundo es sólido, definible y permanente, que la verdad es lo que tiene nombre. Le dimos al lenguaje la imposible tarea de decirnos lo que es verdad, cuando el lenguaje tan sólo quería hacernos notar el silencio que nos contiene.
Cuando mi mamá estaba embarazada de su primera hija, le preguntó a su abuela por los nombres de sus hermanas. Mi mamá estaba buscando darle un nombre a lo que aún no lo tenía. Mi bisabuela trazó con el lenguaje la forma del nombre de una de sus cinco hermanas y luego se quedó callada. Los ríos de sus ojos se desbordaron, y entonces declaró: de eso no se habla. Las hermanas de mi bisabuela habían sido todas asesinadas durante el Holocausto. Esta anécdota de los nombres se ha interpretado siempre en mi familia como que mi bisabuela no era capaz de hablar de ellas. Pero últimamente pienso que hay algo sabio en su decisión de no nombrarlas, que quizás era más intencional de lo que le damos crédito. Imagino el momento en que, en un descuido, dejó salir ese único nombre. Imagino el terror de nombrarlas y definirlas, de volver a exponerlas a la hostilidad de lo que puede ser nombrado, enlistado, capturado. En el refugio del silencio, las hermanas de mi bisabuela estaban seguras, podían ser eternas. Quizás mi bisabuela sentía que su responsabilidad como sobreviviente era la de guardar el silencio —guardar del gérmanico wardon: ‘vigilar, custodiar, proteger’.
No puedo empezar ni a imaginarme el dolor de mi bisabuela. La dimensión que toma lo innombrable en esas circunstancias. Pero si sé que en los momentos de mi vida en que se me ha quebrado el corazón yo también he encontrado refugio en el silencio. En esos momentos, mi mente, por supuesto, ha querido trazar el lenguaje para intentar contener lo incontenible. Hábil como es, lo hace de formas hermosas, elocuentes y convincentes. Un esfuerzo noble, pero inútil; y del que he aprendido a dudar. El silencio, en cambio, se ha abierto vasto y generoso, capaz de contenerlo todo, precisamente porque no intenta nombrarlo.
Quiero aclarar: lo mío no es un llamado a la autocensura. Sé que las historias que la mente crea sobre el dolor tienen su lugar. Pero las historias sobre el dolor y el dolor no son lo mismo. Las palabras con que describimos el mundo y la experiencia, no son el mundo ni la experiencia.
El lenguaje es reconfortante porque al trazar líneas alrededor de la experiencia nos da la ilusión de que podemos contenerla, explicarla, controlarla. Marina Abramovich dice que lo opuesto del silencio es una mente trabajando. La mente discursiva trabaja arduamente para trazar líneas rígidas que nos dan una sensación de certeza, algo de qué agarrarnos. Y entre más rígidos son los pensamientos, más sólido sentimos que es el suelo sobre el que nos paramos y las paredes que nos protegen. Es como cerrar el puño duro, duro, duro, evitando abrirlo para no tener que afrontar la realidad de que adentro no hay nada. De que no hay suelo, ni paredes, ni límites.
En Estonia, durante el invierno, el paisaje se torna totalmente blanco, toda referencia o seña se cubre por un manto aplanador que se extiende indefinidamente. Estonia es ya de por sí un lugar particularmente silencioso, pero cubierto de nieve, el paisaje absorbe el sonido y sumerge al mundo en una calma profunda. Es una calidad de silencio que yo nunca antes había experimentado. Es desorientador. En mi primer invierno ahí, salí un día a caminar por la playa cerca de donde vivía. El agua de la superficie estaba congelada y la de abajo se movía densa y lenta. La arena había sido reemplazada por nieve. Estaba todo tan silencioso que los trazos que delineaba mi voz interna se dibujaban fuertes y claros —alguna vez conversé con una amiga de ahí sobre esto: sobre cómo en el silencio de Estonia no hay escapatoria a nuestro diálogo interno. Me empecé a acercar al mar, pero de repente un temor paralizante me frenó: no tenía idea sobre qué estaba caminando. Creo que la sensación de entregarnos al silencio es similar: nos desorienta la vastedad, el no saber, el no tener certezas. Relacionarnos con el silencio implica relacionarnos con lo incierto, con lo que no entendemos, lo que no tiene respuesta ni sentido. Llenamos la experiencia de palabras, ideas, pensamientos, porque nos inquieta reconocer que nos contiene algo mucho más vasto, algo más allá de los limitados horizontes de nuestra mente (2).
Me intriga el experimento con los meditadores y las monjas. ¿Por qué hay una sección de nuestro cerebro encargada exclusivamente de darnos la sensación de separación? ¿Por qué se desactiva cuando acallamos la voz interna? ¿Y de quién es esta voz interna en primer lugar? ¿Quién es que abarrota mi cabeza con pensamientos?
No se me escapa la ironía de escribir cinco páginas para hablar del silencio. De llenar la hoja en blanco con tantos pensamientos que se acumulan en mi mente. Quizás este texto no es sobre el silencio, sino sobre el lenguaje (¿se puede hablar de uno sin el otro?), sobre encontrar las maneras de suavizar el lenguaje, liberarlo de su rigidez. Sobre la urgencia e importancia de lenguajes sugestivos que emerjan apenas perceptibles, sin cerrar formas, sin crear límites. Lenguajes que se disuelvan de nuevo en la nada y nos lleven con ellos hacia el refugio del silencio —como la poesía, que deja grandes áreas de la página en blanco, y en la que el lenguaje es tan sutil y abierto que la voz en mi mente se silencia para hacerle espacio a la voz de alguien más. Quizás ese sea el corazón del asunto: abrirse al espacio donde uno pueda escuchar otras voces. Donde una pueda, como dice Hempton, sentir la presencia de todo.
Hace unos años realicé un cortometraje como parte de un curso de cine observacional. Nos habían dado una sola indicación: en la medida de lo posible debíamos evitar hablar mientras grabábamos. Durante meses acompañé y grabé a María, una arte-terapista que trabajaba con niñes. María es una mujer de pocas palabras y en sus sesiones los diálogos eran mínimos. Gran parte de la hora se daba en silencio, y ella parecía ser capaz de tocar ese silencio, de observarlo delicadamente, de escuchar en él otras voces que no hablaban con palabras. En una ocasión la acompañé a la orilla del mar para recoger piedras que ella quería usar en una de sus actividades. Me impresionó ver cómo le daba a cada piedra la misma atención que a les niñes. Observándolas callada, sintiendo su textura, escuchando. Antes de esta experiencia yo había pasado por miles de clases en las que me habían dicho que para hacer arte había que tener algo qué decir, y yo nunca había sentido que lo que yo tenía para decir fuera tan interesante. Pero ahora la instrucción era prácticamente opuesta: renunciar a decir algo. Observar en silencio. Ofrecer ese silencio de vuelta. Y de repente yo sentí que hacer arte era absolutamente trascendental, no para decir algo, sino para volver al silencio.
En el silencio —el espacio libre de ruidos y en peligro de extinción— puedo escuchar y atender mi voz interna, pero también es ahí donde puedo interrumpirla. Dejar que el silencio me silencie. Y en ese refugio del silencio en que mi mente puede bajar la guardia del lenguaje y de los límites, puedo finalmente escuchar al mundo, hacerle espacio a esas otras voces. La de viento, pájaro, árbol. La de gesto, grillo, lluvia, respiración. La de montaña, piedra, ancestra. La del universo que se despliega frente a mí en una franja de luz.
Es difícil hablar del silencio sin hablar de lo que no es. De hecho, es difícil hablar del silencio (punto). Cada vez que se nombra, desaparece. La única manera que encuentro de hablar del silencio es hablar de las formas en las que siento que lo he conocido. Como una abuela rezando al borde de la cama, u otra bisabuela negándose a nombrar. Como una reunión con extraños que no se dicen nada o un paisaje desorientador. Como un millón de partículas flotando en un delgado haz de luz. El silencio es así: se revela breve y desvanecido en los momentos más inesperados. Poco a poco he intentado crear una vida en la que esos momentos no se me pasen de largo. Una tarea difícil en un mundo tan ruidoso y en una mente tan abarrotada. Pero intento recordarme a diario que tengo —tenemos— derecho al silencio. Que el silencio es un refugio necesario para notar la voz interna (sea de quien sea), para que nuestra mente pueda prescindir de los límites, para escuchar al mundo, sus otras voces, para recordar que nos contiene algo más vasto. Para recuperar nuestro sentido de trascendencia, espiritualidad, unidad, o como queramos llamarle (Dios, incluso).
De su escucha, un templo
Ahí se alzó un árbol. ¡Qué ascensión pura!
¡Oh, Orfeo canta! Ahora puedo oír el árbol.
Luego todo quedó en silencio. Pero incluso en el silencio
había señal, comienzo, cambio.
De la quietud del bosque sin límites,
los animales salieron de sus guaridas y nidos.
Y no fue el miedo o la astucia
lo que les hizo estar tan callados,
sino el deseo de escuchar. Cada grito, aullido, rugido
se aquietó en su interior. Y donde
ni siquiera había una cabaña
o el más escaso refugio
para contener su inefable anhelo,
tú les hiciste, de su escucha, un templo.
Sonetos a Orfeo I, I
Por Rainer Maria Rilke