Cuando pensamos en el globo terráqueo, nuestros pensamientos son terrestres. El ojo de nuestra mente puede trazar los contornos de los continentes, situando la masa terrestre en relación con la masa terrestre. Esto tiene sentido, por supuesto, la tierra es nuestra principal zona de entrelazamiento. Es donde nuestras vidas se han desarrollado generación tras generación durante milenios. Sin embargo, esta visión no es la dominante, al menos no a nivel planetario.
Más del 70% de la superficie de la Tierra está cubierta de agua, no de tierra. Es aquí, en estos vastos y fluidos tejidos conectivos, donde pueden explorarse completamente otras formas de entender el mundo. Entre los más vastos de estos paisajes oceánicos se encuentra el Pacífico.
Viviendo en su orilla, como lo hago yo, la enormidad de su presencia da una gran humildad. Al extender tu sentido hacia el horizonte, la complejidad del movimiento y el sonido consumen y a veces incluso confunden. Su densidad y actividad en la superficie ocultan una resonancia mucho más profunda, una que no sólo hace vibrar la corteza sino también el manto de la Tierra misma. La placa del Pacífico es la más activa del mundo, vibrando y palpitando con ocasionales estallidos de ruptura.
Es este dinamismo lo que ha creado tanta fascinación en mí. En las dos últimas décadas he tenido la gran suerte de viajar por todo el Pacífico y visitar sus continentes, sus islas, sus atolones y sus costas. Cada perspectiva que ofrece diverge de la anterior. Tiene una voz, pero una que habla en muchos dialectos e idiomas.
Estas grabaciones, realizadas en diversos puntos del Pacífico y sus alrededores, captan sólo la más mínima dimensión de este lenguaje. Sin embargo, por modestas que sean las grabaciones, hablan del intenso poder y vitalidad que existen en la fluida materialidad de este océano.