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El jardín del lenguaje

Tras su encuentro con Chantek, el orangután que aprendió lenguaje de señas, Susanne reflexiona sobre la relación entre el lenguaje, el tiempo y la conciencia, cuestionando las ideas preconcebidas que han moldeado nuestra relación con el mundo no humano.
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Un hombre que conozco, Ned Markosian, enseña una doctrina llamada presentismo. En el presentismo el pasado y el futuro no existen. Aristóteles está muerto; por lo tanto, no hubo Aristóteles. Nos encontramos para hablar de esto con un café, probablemente la bebida no presentista por excelencia. Él ha aplicado por y obtenido una plaza en propiedad, y escribe y publica, lanzándose a esa irrealidad, el futuro.

He estado pensando sobre el presentismo últimamente, y sobre la conciencia, y el lenguaje. El lingüista Derek Bickerton escribió: «Sólo el lenguaje podría haber roto con la prisión de la experiencia inmediata en la que está encerrada cualquier otra criatura, liberándonos hacia infinitas libertades de espacio y tiempo». Para teóricos como Bickerton, el lenguaje es el desgarro de la temporalidad. Para otros, como Jaron Lanier, la conciencia, pariente cercana del lenguaje, nos atrapa en el tiempo, en «el concepto mismo de un momento presente».

Preguntándome sobre todo esto, viajo para hablar con un orangután llamado Chantek. Vive en un hábitat del zoológico de Atlanta (Georgia), donde fue trasladado tras una temporada en el Centro de Primates de Yerkes y, antes de eso, en casa de su «madre por adopción cruzada», como se llama a sí misma la antropóloga Lyn Miles. Ella lo crió como un niño signante desde los nueve meses, educándolo en la mayor medida posible como un niño humano. Lyn enseñó a Chantek a ir al baño y le dio tareas, como limpiar su habitación, y una mesada. Su forma favorita de gastarla es en comida rápida de McDonald's, y su peso amenaza con ser un problema de por vida. Ha llegado a pesar el doble que un orangután macho normal. Si se le conceden derechos legales, como le gustaría a Lyn, podría unirse a una demanda colectiva de comida rápida y convertirse no sólo en el más verbal, sino en el orangután más rico del mundo. (Pero por el bien del corazón de Chantek, nada de McDonald's por ahora).

Cuando nuestra camioneta se detiene ante el hábitat de Chantek, él se balancea en una de sus ramas interiores y pide agua embotellada, a la que llama «agua del carro», ya que Lyn suele llevar un poco en su carro. Él es muy particular con el agua embotellada, prefiere Naya. Chantek parece tan inofensivamente desgreñado como una figura de Plaza Sésamo, del color de una calabaza de noviembre, del tamaño de una enorme butaca. Debido a su fuerza, no se nos permite entrar en su hábitat, así que besa y acaricia a Lyn a través de los barrotes.

No sé mucho de señas, así que Lyn le pide a Chantek que me enseñe algunas. Chantek tiene un vocabulario activo de unas trescientas palabras y un vocabulario pasivo de mil o más, que puede comprender de palabra o por signos. Empezamos por lo básico.

Enseñale manzana, dice Lyn.

Chantek me enseña manzana, rozándose la mejilla. Le imito, y Bien, dice por señas, y luego le pregunta a Lyn qué le pasa en la mano, la cual tiene un rasguño en el nudillo. Me lo hice limpiando, le dice ella, y él hace una mueca de compasión, luego pide tocarlo y besarlo.

Lyn me presenta como Escritora —que se convierte en mi nombre de señas—, la amiga de Dawn A La Que Hiciste Un Collar. Chantek ha sido operado recientemente del colgajo faríngeo, el largo pliegue negro bajo la barbilla que hace que los orangutanes parezcan una especie de jurista colonial, y ella le pregunta cómo se encuentra, si la sutura está cicatrizando bien. Sí, dice Chantek, está bien. Ha echado de menos a Lyn y quiere jugar a la pelota. Ah, y hay caca en el otro lado del hábitat, probablemente dejada allí por su compañero, Sibu; es sucia y le gustaría que la quitaran.

Lyn y Chantek hablan frente a frente; el desordenado pelo rojizo de ella hace que por un segundo parezcan madre e hijo, una madre repetitiva, un hijo que se inclina ansioso por no malinterpretar. Permanezco ahí de pie, como cualquiera que esté cerca de dos familiares que charlan familiarmente, a ninguno de los cuales conocés muy bien; intentás encontrar la manera de intervenir en la conversación. La mía resulta no tener más misterio que una bolsa de pasas amarillas, que le encantan a Chantek y de las que mi hijo Jin, de cinco años, que voló hasta aquí conmigo, se cansó. En otras palabras, con una parte de mi mente soy consciente del hecho de que estoy haciendo esta cosa ligeramente irreal, hablar con un orangután. Con otra, soy simplemente una persona socialmente torpe en un grupo, esperando no decir nada estúpido, y que tal vez pueda decir o hacer algo un poco memorable.

Triste, dice Chantek cuando nosotras, o para ser más exacta, Lyn, se va.

Chantek utiliza palabras y gestos para hablar: puede decirle a Lyn «yo vos hablar», indicando el otro lado de la jaula, cuando quiere privacidad de mí —de mi aguda y casi depredadora escucha—, como hace varias veces cuando estoy ahí. (Insiste en tener privacidad para hablar de la situación de la caca.) Su incapacidad o falta de voluntad para utilizar una sintaxis complicada le sitúa en el nivel lingüístico de un niño, al igual que lo hacen otros comportamientos. En cierto modo, su parecido con Jin y con cualquier otro infante humano del mundo me hace partirme de risa. Cuando le damos una manzana y le pedimos que la comparta con su compañera de hábitat, Sibu, arranca con cuidado una migaja de la carne de la manzana y se la da, del mismo modo que Jin compartiría un trozo de galleta. «Comparte de verdad o no podrás comer más», le regaña Lyn oralmente, y él, resignadamente, parte la mitad. Hace señas una y otra vez —suplica— por helado y hamburguesas con queso. Otras cosas que veo muestran una sofisticación que un niñe no tendría. Chantek, como de costumbre, se limpia la boca después de comer, pero nos sorprende tanto a Lyn como a mí al doblar la servilleta hacia un nuevo lado y limpiarse la parte suturada del colgajo faríngeo, que tiende a acumular migas de comida. Nunca antes había limpiado esta zona y parece darse cuenta de que la sutura necesita una atención especial. Sibu, una orangutana que nunca ha tenido aculturación humana, coge una servilleta y empieza a limpiarse la boca mientras observa los lentos y deliberados movimientos de él. No son exactamente los simios lanzando huesos al aire delante de un monolito de la película 2001, pero Sibu claramente ha absorbido, en ese momento, un poco de cultura.

"Para Bickerton, el lenguaje es el desgarro de la temporalidad. Para otros, como Lanier, la conciencia, pariente cercana del lenguaje, nos atrapa en el tiempo".

Un proyecto llamado ApeNet está trabajando para introducir señales de vídeo en la jaula de Chantek, para que pueda hablar con Koko, una gorila de California que también habla por señas —una charla interespecie llevada a cabo en términos de lenguaje humano, pero no dirigida por humanos.

«Queremos averiguar qué les desafía, qué da sentido a su vida», dice Lyn. Se me ocurre que no tenemos ningún protocolo que responda a estas preguntas sobre nosotres mismes. Tal vez estemos, como los proverbiales chiflades que se adentran en el campo de la psiquiatría, planteando las preguntas que nos gustaría obligarnos a nosotres mismes a responder.

Cualquier significado que encontremos en el mundo debe ser apretujado en un espacio sumamente pequeño. Marco Aurelio nos recuerda: «la vida más larga y la más corta equivalen a lo mismo. Porque el minuto que pasa es una posesión igual para todo hombre, pero lo que ya ha pasado no es nuestro. Cuando el más y el menos longevo de nosotros mueren, su pérdida es exactamente igual. Porque lo único de lo que un hombre puede ser privado es del presente...»

La conciencia —en el sentido de autoconciencia o narración interior— es nuestra prisión para Lanier y nuestra libertad para Bickerton. La mayoría estaría de acuerdo en que es un mundo pequeño. A medida que han aumentado los estudios sobre la conciencia en la última década, al pensar en nuestros pensamientos, nos damos cuenta de qué tanto el pensamiento en sí es algo intrascendente: nuestro presente dura entre dos y quince segundos, según Merlin Donald, autor del libro A Mind So Rare. Nuestra mente es un destello, elegantemente sostenido en los restos de un cuerpo que en su mayor parte es agua de hace cuatro mil millones de años. Somos un matrimonio con una significativa diferencia de edad. 

El término de persona legal se utiliza mucho en el campo de la inteligencia animal. El sitio web que Lyn ha creado, proclama a Chantek «La primera persona orangután del mundo y embajador de la selva tropical» sobre una foto suya con aspecto solemne y digno de ser embajador. Persona implica percepción consciente —lenguaje, aculturación, socialización a tal punto que habría que conferirle derechos bajo la ley. Cómo, me pregunto, nos verían los animales a nosotres, que les adelantamos o les subvertimos con nuestro sistema de codificación mental: ¿como esos pequeños dioses míticos, como Hermes o Prometeo, que siempre molestan a los grandes dioses, o como un defecto que se les ha dado, un virus interespecie quizá, «una enfermedad que está en mi sangre», como dijo Lear, «que necesariamente debo llamar mía»? Construimos para ellos el mundo de lo que la autista Temple Grandin llama neurotípicos —aquellos que piensan de forma normal— y neuroatípicos, aquellos que como ella piensan de forma diferente. Luego les ponemos a prueba, calificando su inteligencia como la de un niñe de cuatro o cinco años. Imagino a los humanos criados como simios, evaluados en las inteligencias que mantienen a los orangutanes en su mundo, como la capacidad de leer la postura corporal y la expresión facial, y a los que se les pide que juzguen, por ejemplo, un conjunto de sonrisas o que muestren las habilidades visuales y de rastreo para encontrar lichis y mandarinas escondidos en las densas selvas de Indonesia: pareceríamos infantiles, muy poco brillantes.

Lyn quiere que Chantek tenga libertad. Creció en su remolque, en el campus de la Universidad de Tennessee en Chattanooga, y se escapaba de su alojamiento para buscar comida. Cuando Chantek tenía ocho años, la universidad lo envió de vuelta a Yerkes, su centro de nacimiento, que permitió a Lyn visitas limitadas durante unos años, y luego le denegó totalmente el derecho a ver a Chantek.

«Dijeron que querían poner al animal de vuelta en él», me dice. Lyn lo dice con cierta amargura y, aunque tengo intención de volver sobre ese comentario más tarde, se me olvida, señal de mi ineficacia en la recolección de información. Mirando mis cuadernos me pregunto qué significa el comentario. Yerkes fue pionero en el lenguaje de los primates. ¿Es que un simio perturbado por su propia mierda sería demasiado? Lyn finalmente recuperó el control de Chantek y lo colocó en el zoológico, mudándose a Atlanta para estar cerca. Chantek no forma parte de ninguna exposición del zoológico —vive a poca distancia del terreno principal del zoológico— y aunque tiene un hábitat espacioso con muchas ramas para columpiarse, así como una hamaca y espacio privado, sigue siendo una jaula.

La conciencia, dicen la mayoría de les teóricos, es el lenguaje: es lo que te permite conocerte a vos misme, conocer el tiempo —volverte auto-consciente. Si sos Lanierista, podés argumentar que le hemos dado a Chantek, en el don del lenguaje, una prisión más terrible que la de acero: la cárcel del presente, con su borde finamente afilado. (Ahora Lyn está aquí, oye Chantek en su cabeza. Ahora ella se va.) O podrías argumentar con Bickerton que las puertas de la jaula de Chantek han sido abiertas de golpe de una forma que ninguna llave jamás podría.

"La conciencia, dicen la mayoría de les teóricos, es el lenguaje: es lo que te permite conocerte a vos misme, conocer el tiempo —volverte auto-consciente".

Leí que la gorila Koko llama a la muerte, en un extraordinario hilo de pensamiento, «cómodo agujero adiós». Antes de venir aquí me imaginaba teniendo charlas así con Chantek, averiguando qué es el agujero, y qué es la comodidad. Pero él me enseña algunas palabras y, satisfecho por mi suficiencia básica, se vuelve hacia Lyn, arrebatándome de vez en cuando mis pasas. O se queda quieto y me mira pensativo desde sus ojos pálidos cubiertos de pelo.

Chantek se autodenomina persona orangután. Es de suponer que este término se refiere a cualquier orangután que haya sido inculturado y al que se le haya dado un lenguaje. A los orangutanes no instruidos, como su compañero de jaula Sibu, les da el nombre bastante sarcástico de Perro Naranja. Se ve a sí mismo de algún modo como el simio de la foto del sitio web, rígido, solemne, abotonado como un personaje de El planeta de los simios. Su título suena tan enaltecido como solitario: el único de su especie en el universo, que él sepa.

Me gustaría visitar la memoria de Chantek. Parece muy probable que haya empezado a almacenar material en forma de lenguaje; no sólo un simple objeto como una pelota (seguramente un perro puede hacer eso mismo), sino acontecimientos pasados, que imagino que almacena como frases sencillas (Madre Lyn se hizo daño en el dedo, Escritora visita con Madre Lyn). Tal vez los vuelve a ver, los revive, del mismo modo que los humanos nos hemos convertido en expertos en cargar y reproducir el dolor y la vergüenza. Tenemos críticos internos, un realismo depresivo en el que nos narramos nuestras vidas a nosotres mismes con una precisión mortal. Chantek ya no es tan buen presentista. Le hemos dado la cualidad de la repetición inútil, como nos la hemos metido a nosotres mismes a martillazos, de manera que incluso los humanos que han dedicado su vida a anular la existencia del pasado y el futuro viven en ellos de todas formas. «Tenés que dejar de hablarte a vos misma de forma negativa», me regaña una terapeuta. «Tenés que dejar ir el pasado». Mis libros de desarrollo infantil me dicen que los niñes no guardan prácticamente ningún recuerdo hasta que no tienen lenguaje.

Esa chispa en la mente de Chantek, esa habilidad lingüística en el genoma, le hacemos frente con nuestro bramido. Puede que, en última instancia, las palabras no signifiquen nada para Chantek, o puede que signifiquen una conversación negativa consigo mismo  y un realismo depresivo —«Soy un simio gordo entre los simios»— o una inundación de diálogo como el mío, de existencia inexistente.

"Le hemos dado a Chantek una forma de conocer el pasado, el don del vacío".

Conocí a Chantek en primavera, y luego volé de regreso con mi familia a Bellingham, Washington, donde vivo. Pienso en él todos los días, envuelto como un recién nacido en sus pliegues de carne, en el pelaje pelirrojo del que nosotres, sus parientes, nos hemos despojado. Él es magnífico. Su magnificencia está frente a mí, y las cifras: quince o veinte mil que quedan en estado silvestre y quizás diez años restantes al ritmo de extinción actual, y la dificultad de cambiar eso. Todo esto lo recuerdo.

Ahora mismo, dentro de los lazos del presente, la música reggae del vecino suena demasiado fuerte y la trayectoria de Marte lo ha traído más cerca de la Tierra de lo que ha estado en sesenta mil años, de modo que el Planeta Rojo flamea por la noche sobre Venus y la Luna, usurpando el brillo de la Estrella Polar. La última vez que se vio así, los neandertales lo miraban como yo lo hago ahora, un ojo en el cielo como el de un gato dientes de sable, resplandeciente. Me ha dado por estar fuera todo el tiempo, por no hacer nada, una estatua de mí misma. Mi hijo duerme y mi marido lee en una falda de luz. ¿Qué puede importar? Las cosas desaparecen en días; permanecen desaparecidas durante eras. Pero me gusta mirar las águilas calvas de aquí, las ardillas negras, los pliegues de la malva rosada y la fucsia, locas ofrendas a los dioses del presente. Y las momentáneas moscas de fruta, cuyas vidas y la mía son precisamente iguales.

No creo ser totalmente presentista todavía. Lo que existió, existió. Sólo veo en el lenguaje aquello que se disuelve en la nada, en segundos, aunque alguien intente hacerlo vivir. Cuando nos juntamos —simio y humano, autores y lectores— nos conformamos con demostrar que ambos conocemos los objetos más burdos de la Tierra, bola y herida y agua, mientras que lo que querríamos nombrar es fluido e intestinal: la melancolía en los ojos de un simio enjaulado; o un hombre y un niño, de la mano en un zoológico. Le hemos dado a Chantek una forma de conocer el pasado, el don del vacío. De recordar a la mujer de pelo oscuro llamada Escritora que le miraba hambrienta, y la pregunta que su mente parlante debe haber formulado: ¿qué podría querer ella?

***
Coda: Agosto, 2024

Chantek murió en el 2017, a los treinta y nueve años, una edad avanzada para un orangután. Nunca volví a verle. No alcanzó la condición de persona legal, ni demandó a McDonald's por su mala dieta. Los orangutanes como él siguen en peligro crítico de extinción.

Cuando salió este artículo en el 2005, la revista que lo publicó recibió una carta de agravio: ¿por qué no habían encontrado una persona «experta» que presentara un contraargumento al mío? No pude imaginar a qué se refería el autor. ¿Cómo se contraargumenta una experiencia? Pero el concepto de lenguaje animal, de conciencia animal, inflamaba a les lingüistas y a la investigación animal en aquel entonces. 

En cierto modo, eso ha cambiado. La Declaración de Nueva York del 2024 sobre la Conciencia Animal, presentada en la Universidad de Nueva York, llevaba cuarenta firmas de investigadores representantes de importantes instituciones de todo el mundo. La declaración afirma que existe una «sólida base científica» para la experiencia consciente en aves y mamíferos y una «posibilidad realista» de conciencia para muchas otras criaturas, incluidos reptiles, insectos y peces. Las abejas juegan con pelotas y los peces napoleón se reconocen en los espejos. En otra noticia, un orangután indonesio, uno como Chantek, fue filmado utilizando el jugo de una planta de liana medicinal para curarse una herida en la cara, que sanó enseguida. 

Un loro gris en particular, leí ayer, es «listo como un niñe pequeñe». Cuido a dos gatos que comparten mi vida. Son, leí, inteligentes como «un niñe de dos o tres años». Pero mis gatos me conocen de maneras que yo misma no puedo conocer —qué enfermedades puedo tener, mi nivel de estrés, cómo duermo. Su conocimiento de las otras vidas de mi casa (peludas, aladas, de ocho patas) es mucho más rico que el mío. Conocen íntimamente un universo de cosas que yo no conozco y que son tan inteligentes como ellos mismos. Nuestro discurso humano sobre la conciencia animal sigue estancado en lo humano.

Caigo en esta trampa al escribir sobre Chantek, y, espero, salgo de ella: en muchas áreas de la inteligencia era mucho más inteligente que nosotres, los humanos. Nosotres no podríamos hacer lo que hacía un Chantek, en su entorno. No valoramos los tipos de inteligencia que él tenía, sólo porque nosotres no los tenemos y no podemos vivir su valor. Conocer el mundo musicalmente, o a través del olor o el color, o de mil otras formas que no vienen con este cuerpo —los humanos no tienen criterio para tales genialidades. Imagino que tales conocimientos son actos de traducción, formas de pensar y de grabar, lenguajes. Quiero pensar que son lenguajes más amables que el nuestro.

Los animales como Chantek no son tan buenos como nosotres siendo humanos. Eso es todo lo que podemos decir. Los humanos somos niñes pequeñes, aún intentando averiguar si existe o no lo que no está en la habitación con nosotres. Y asignando migajas de consideración a lo que más se parece a nosotres mismes. La Declaración de Nueva York concluye: «Cuando existe una posibilidad realista de experiencia consciente en un animal, es irresponsable ignorar esa posibilidad en las decisiones que le afectan.» ¿Qué sería responsable, cómo medimos el mundo fuera de nuestras propias medidas? Este es el reto que Chantek aún plantea.

CRÉDITOS

Texto
Susanne Paola Antonetta

Ilustración
María Paula Filippelli

 

Estados Unidos. 2005-2024


Publicado en Enero, 2025
Volumen 9, Número 12

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