El lento camino a casa
El deseo de una cineasta de hacer las paces con el lugar que alguna vez llamó hogar
Crecés amando los volcanes y terminan amándote de vuelta. “Una vez que miras una erupción, no puedes vivir sin ella porque es tan grandiosa, tan fuerte”, dice Katia Krafft en Fire of Love (2022), con los ojos llenos de lava. Esta es una mujer que pasó su vida viendo fluir la sangre del planeta; esta es una pequeña parte de 200 horas de grabaciones y miles de fotografías con las que registró ese sistema vital de la geología terrestre.
Fire of Love, dirigido por Sara Dosa y narrado por Miranda July (disponible en Disney+), arma la vida de Katia y Maurice Krafft, dos vulcanólogos franceses que perecieron en 1991 en la erupción del monte Unzen, en Japón. Vivieron en medio del fuego y perecieron en un desastre; sería vulgar romantizar una tragedia así, pero lo que hace esta película es celebrar su deseo, su atracción irreferenable a las llamas, el humo, la tierra negra y las lagunas encendidas.
Los Krafft amaban tanto los volcanes como se amaban entre sí, y evangelizaban sobre esta pasión en televisión, en radio, en revistas y donde fuera. En sus tiempos, se registraba poco material tan de cerca a las erupciones y los flujos de lava. No se debía solo al evidente peligro, sino a lo aparatoso del equipo (filmaban en 16mm); además, no cualquiera podía filmar exactamente lo que querían, pues claro, un ojo que desconoce los procesos geológicos que tiene enfrente, ¿cómo saber qué enfocar? Así que el material de los Krafft, que sobrevivió en manos del hermano de Maurice, constituye un archivo invaluable de la investigación vulcanológica. En los créditos iniciales de la película, figuran como protagonistas también el Mauna Loa, el St. Helens, el Una Una “y muchos más”.
“Katia y Maurice han pasado sus vidas documentando cómo late el corazón de la tierra, cómo circula su vida. Ahora sienten su propio corazón latiendo… y rompiéndose”, nos dice la narradora ante un episodio espantoso: la erupción del Nevado del Ruiz que dejó 22.000 muertos en Colombia, en 1985. Los volcanes dan forma a la tierra que sostiene nuestra vida y a la vez son mortíferos. Crean el mundo y, con el mismo ímpetu, pueden quebrarlo. Así late el corazón del planeta. No en vano son considerados deidades o hasta seres vivos en múltiples culturas.
Mirando las filmaciones de archivo de los Krafft, dice la directora, queda claro que parecían filmar con la mente en una narrativa posterior. Este documental completa ese trabajo por medio del montaje, la narración y la forma en la que narra la historia personal de los protagonistas, entrelazada con los volcanes de la manera más estrecha posible. Rara vez aparecen juntes en escena: siempre había uno tras la cámara, filmando al otro recorriendo los paisajes volcánicos. Siempre juntes, siempre al lado maravillades por aquellos pedazos del planeta que les revelaban sus secretos para que nos los contaran a nosotres.
En la película, el énfasis en la textura, la materialidad, digamos: la corporalidad de los volcanes nos acerca de una manera dramática a un paisaje y a una materia que visualizamos como inaccesible, distante, mortal, incluso. Acercarnos a esas texturas y esos aromas, de la mano de los Krafft y su material de archivo, filmado precisamente con ese propósito de acercarnos a la vida volcánica, requiere nuestra participación.
Requiere que nos rindamos a ese paisaje tan ajeno para comprender cuán íntimamente afecta nuestra vida, la posibilidad misma de nuestra existencia. Lo hace por medio de un mecanismo de los Krafft, con su ojo cinematográfico, para trocar la “piel” volcánica en la nuestra, ponerlas en contacto, en escena, para subrayar nuestro entrelazamiento. Hasta la piel del celuloide traspasa la distancia digital: que estemos viendo un archivo tan amplio, tan íntimo y tan telúrico nos hace partícipes del mundo junto a los volcanes, las obsesiones de los Krafft, que querían que reconociéramos su valor y su potencia.
Quiero postular el deseo por el mundo (en vez de un solo mundo, muchos mundos) como una llamarada de esperanza en tiempos aciagos. Desear no para dominar, como en el paradigma cultura/naturaleza de la era racionalista, sino para abarcar y ser abarcado por el todo, por las múltiples formas de vida y no vida coexistentes con nosotres.
En su introducción al libro A World of Many Worlds (2018), Marisol de la Cadena y Mario Blaser nos recuerdan: “El extractivismo continúa la práctica de la terra nullius [así se denominaban en los mapas antiguos aquellas regiones donde “no había nada”]: crea activamente el espacio para expansión tangible del ‘mundo único’ representando como vacíos los lugares que ocupa y haciendo ausentes los mundos que hacen esos lugares”. De este modo, aunque los volcanes ahora los veamos ya no solo como amenazas, sino como fuentes potenciales de energía, no podemos obviar las capas de historia, pensamiento, cariño y terror que múltiples culturas depositaron sobre ellos.
¿Por qué hablar del deseo ante un registro así? Porque las imágenes filmadas por los Krafft nos hablan de un anhelo de compartir este mundo extraño con nosotres, por educarnos en la majestuosidad y el peligro de los volcanos, acercarnos a ellos para aceptarlos nuevamente como parte integral de nuestra existencia y no solo pesadillas lejanas. Sí, los volcanes han sido impredecibles y caprichosos durante casi toda la historia humana, y es hasta hace poco que hemos aprendido a escucharlos mejor.
Los volcanes hablan de la vida y de la muerte. Vivimos, como sabemos, en una época que sufre las secuelas de haber despreciado lo que el planeta nos quería decir por siglos. En Las tres ecologías (1989), Félix Guattari dice que la respuesta a la crisis ecológica solo podría hacerse mediante una “auténtica revolución política, social y cultural”; en ella deberán transformarse no solo las fuerzas masivas de la destrucción y la restauración planetaria, sino también los “campos moleculares de sensibilidad, de inteligencia y de deseo”.
En Guattari, “deseo” es un concepto amplísimo. Pero aterricémoslo por ahora en el sencillo deseo de saber, de querer poner el oído en la tierra y escuchar lo que nos dice, para saber cómo imaginar un futuro. Sabemos de la capacidad de las imágenes para construir y reconstruir mundos pasados, presentes y futuros. No creo que películas como Fire of Love sean otros divertimentos entre miles, sino oportunidades para abrirnos a la revelación del mundo como es y puede ser. No existe una mirada neutral en el cine, sino una atravesada por el deseo, múltiples deseos. En este caso, el de aprender, de saber y de educar después de haber entendido una pequeñísima parte de entramado planetario.
Investigaciones como las de los Krafft, nacidas, pues, del deseo, son actos amorosos que recuperan la pasión por el planeta y los mundos que en él coexisten, nos transmiten la mirada maravillada ante el pulso de este pequeño punto espacial que habitamos. En una bella secuencia de Fire of Love, compuesta de imágenes claramente filmadas por un cineasta accidental que fue Maurice, vemos planos cerrados de Katia caminando por las rocas ígneas, detalles de su mano tocando la materia negra, sintiendo su textura, mostrándonoslas a cámara con su rostro en primer plano oculto tras la roca, su pasión, el deseo de su vida. Era un regalo para el futuro, que todavía es posible imaginar.
Fire of Love está disponible online en la plataforma Disney Plus
Referencias
(1) “Extractivism continues the practice of terra nullius: it actively creates space for the tangible expansion of the one world by rendering empty the places it occupies and making absent the worlds that make those places” (A World of Many Worlds, Duke University Press, 2018, p. 3).
(2) Las tres ecologías, Pre-Textos, segunda edición, 1996, p. 10).
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Con cada entrega de la columna, Fernando Chaves nos adentra en el mundo del documental creativo por medio de una obra relacionada a la temática del volumen, abriéndonos a las infinitas posibilidades de este género que difumina los límites entre la realidad, la experiencia y la imaginación.