Texto

Oda a la intensidad

En este texto íntimo y potente, Soledad se reconcilia con su sensibilidad intensa por el mundo y nos invita a dejarnos afectar profundamente por toda la belleza y el dolor de la vida.
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Empecé a tener amigas cuando tenía entre 8 y 9 años, antes de eso el mundo humano me resultaba intimidante. Eran amigas las que empezaba a tener porque iba a un colegio solo de mujeres al que me habían cambiado a mitad de tercer grado porque, si bien me pasaba con todos que me daban susto y ganas de desaparecer, con los varones era aún peor. Aprendí de juegos, canciones, vestimenta, modismos en un tiempo récord, de tercero a cuarto grado. Me adapté hasta parecer lo que se esperaba que fuera: una niña normal de Buenos Aires. De día hasta yo misma estaba convencida de haberlo logrado. Pero de noche emergía otra cosa. Eran pesadillas, era insomnio, era una ansiedad que se me acumulaba entre la boca del estómago y la base del corazón mientras en mi mente se sucedían historias tristes que por algún motivo acumulaba. No era que las buscaba: se me aparecían ahí donde yo estaba. Como cuando fuimos a la playa ese verano de transición entre la timidez total y cierta soltura y al segundo día en la playa en Pinamar vi a un padre con su hijo jugando al tejo con almejas vivas. Los mismos animales que el día anterior había visto dichosas hundir sus lenguas blancorosadas contra la arena mojada y desaparecer acariciadas por las olas en la orilla, estaban ahora ahí como si fueran fichas de madera. El padre de la edad de mi padre y su hijo de mi misma edad las juntaban, las dejaban en la parte donde la arena es lisa y dura, tomaban una y la arrojaban a ver si daban contra la que estaba más lejos. En medio del juego las golpeaban dejándoles el cuerpo destrozado, el interior blando y acuoso a la vista, hecho un amasijo que estaba segura les dolería muchísimo. Las almejas, después de eso, agonizaban mudas y solas hasta morirse al sol. Y yo no podía hacer nada: durante el rato larguísimo que duró ese juego quedé paralizada sintiendo el dolor de esos animales que se sumaba al de otros como los sapos apedreados que no lograba esconder, la elefanta del zoológico que —me lo dijeron muy claro— nunca nunca iba a poder salir de esa fosa en la que la que la tenían viviendo, todos los bosques cortados con máquinas enormes que sonaban gjjjjjjjjjj hasta quedar ¿hechos qué? Nunca logré que me contestaran tampoco.

Como decía, no sé bien cómo llegaba a saber esas cosas o a topármelas como ocurrió ese día en la playa. Sí sé que el amor que sentía por los animales y la naturaleza toda era proporcional a lo atormentante que me era el mundo humano y que había algo en esa ecuación que había resultado en un especie de radar de hipervigilancia. Como si esas historias me convocaran, pero luego no pudiera hacer con ellas más que irlas anidando para verlas arder cuerpo adentro en una mezcla de furia, conmoción y angustia nocturna que trataba de corregir en soledad. No estaba bien sentir tanto. Era un montón. Era demasiado. Claro que todo hubiera sido más fácil si hubiera encontrado un espacio para hacerle lugar a esas emociones, con su dificultad y su potencia. Si en lugar de señalarme en la rareza alguien a mi alrededor me hubiera ayudado a encontrarle la parte tan rica que sin dudas —lo pude ver muchísimos años más tarde— era tener esos diálogos abiertos con el mundo vivo, donde el horror siempre siempre siempre se entrama con lo sublime de esas otredades, quizás hubiera podido dejar de combatirme y hallar más rápido cómo hacer de eso un equilibrio como el que a veces logro ahora: entre lo que duele y lo que encanta, y lo que veo y lo que anhelo, y lo que entiendo y lo que nunca voy a poder, y lo que puedo cambiar y lo que probablemente nunca. Hubo muchas palabras con las que distintas personas señalaron siempre esa parte de mí que más que incomodarme, odiaba: dramática, hipersensible, exagerada, intensa.

No voy a ahondar acá en los eventos traumáticos tempranos que pudieron haber disparado la hipersensibilidad, la hiperatención y lo que eso me provocaba, porque pasé una vida explorando traumas y tratando de sosegar lo insosegable para, de un tiempo a esta parte, tratar de despatologizarlo y rendirme a lo que finalmente se convirtió en una manera de ser. Dejar de combatir la sensibilidad o la intensidad a su vez mermó bastante la ansiedad y, si bien no estoy a salvo de eventos donde tengo el corazón en la boca y la respiración entrecortada, creo que en el fondo todas las personas somos un poco así: sensibles e intensas. Nuestro sistema nervioso lo es. Nuestra respiración, el corazón, la piel, lo son. Nuestros sentidos están todos ahí disponibles para ser atraídos y embelesados por los sonidos, texturas, olores y colores del mundo que de tenues, tibios y dóciles no tienen nada. Nuestras emociones gestadas en el cuerpo de la tierra están esperando que le hagamos espacio al sufrimiento y la magia que conviven en partes iguales para, tal vez así, volvernos lo que tanto hace falta: tierra blanda y fértil dispuesta para el cuidado.

Hay quienes tal vez aprendieron a aplacar y hasta negar esa capacidad de entramarse somáticamente con el dolor y lo fascinante del mundo porque en esta sociedad que formamos no hay lugar para el apego al que llevan esas demasías. Pero la resonancia la tenemos todas: personas humanas y no humanas que hacen a este planeta intenso del que somos parte.

Toda manifestación de vida es un clamor intenso.

Toda manifestación de vida es un clamor intenso. Ahí están la selva y los volcanes y el océano con sus olas y sus capas aún inexploradas. Pero también encontramos tantísimos ejemplos en las ciudades. Ahí están los vientos sacudiendo a los autos en la avenida y los relámpagos haciendo violeta el cielo, la brisa húmeda del río y los charcos en las veredas que si viéramos en un microscopio encontraríamos repletos de seres increíbles. El sol del mediodía que te quema la piel, los árboles que crecen inmensos y desafían a la fuerza bruta que los mutila con sus ramas nuevas sobre sus muñones, el llanto de todos los bebés y los pájaros, pequeños y frágiles, dibujando sus territorios con sus cantos en un semáforo. Un gato caminando por la cornisa de un edificio altísimo, otros dos peleándose en una terraza. Todo lo que nace antes depende del sexo para existir y luego de otro cuerpo que lo gestó y ese cuerpo otro cuerpo y otro cuerpo y otro cuerpo. La semilla de diente de león que vuela buscando un lugar atrás de los colectivos. Un grupo de perros buscándose y oliéndose en una esquina, los abejorros vibrando sobre una flor de Mburucuyá junto a las vías del tren, los hongos creciendo en un tronco en medio de un corralón de materiales, los sueños que protagonizamos cuando dormimos, nuestra sangre fluyendo, nuestros huesos latiendo, nuestros intestinos alojando trillones de criaturas de las que dependemos para ser. Todo lo que existe es intenso. Un atardecer fucsia y un terremoto que no deja a nadie en pie.

El diccionario dice que intenso es “muy vehementemente vivo”. Y las raíces de la palabra que se trata de algo “que te tiende hacia adentro afectando fuertemente los sentidos”. Ser intensa es expresarse y sentir y dejarse sentir y estar viva. Vehementemente, o sea: de manera impetuosa, decidida, ardiente. ¿Cómo pudimos hacer de eso algo peyorativo? Bueno: porque expresarse y sentir y dejarse sentir y estar viva apasionadamente no es tan productivo como todo lo que pasa si eso tiene el mínimo lugar posible. Además si anduviéramos sintiendo tanto nos implicaríamos de un modo que haría imposible el avance de la destrucción organizada. Si fuéramos de pronto un montón involucrándonos la cosa cambiaría y eso no es lo que busca un sistema que nos necesita distraídos.

El otro día Ailton Krenak (ese hombre intenso, con una vida intensa repleta de historias así: vibrantes, salvajes, tristes y alegres, profundamente sensible, que capaz nombre una y otra vez cada vez que escriba) dijo que el mejor modo de ir contra el fin del mundo es dejándose afectar por la vida. Así lo dijo: “No hay que luchar. Imaginate que sos un pez y que ese pez ve que la corriente va para un lado diferente al que debería ir. El pez busca cambiar la corriente y no puede: se agota. Porque solo es un pez. No puede. Contra el mar no puede. No va a poder. ¿Qué debería hacer un pez? Un pez debe hacer lo que hace: estar en el mar y nadar. Puede probar nadar lo más lejos posible de esa corriente. Pero no puede cambiarla. Puede seguir siendo plenamente un pez. Si me preguntan: ¿qué se puede hacer para cambiar las cosas? les diría dejarse afectar profundamente por la vida. Ser plenamente eso: una persona afectada por la vida”.

“Ser semilla” —eso que me había dicho a mí cuando lo entrevisté hace unos meses— es exactamente eso: dejarse afectar por la vida.

Si nos reconciliamos con la sensibilidad y con la intensidad de la Tierra y nos dejamos afectar por la vida podemos empezar a hacer espacio al evento mismo de existir en este cosmos infinito en el que existimos como un don que nos sobrepasa, conmueve y desespera, como este poema de Jarod K. Anderson:

 

“El universo es una explosión continua.
Ahí es donde vives.
En una explosión.
No sabemos en absoluto lo que es vivir.
A veces los átomos sólo se embrujan.
Así somos nosotros.
Cuando una explosión explota lo suficiente, el polvo se despierta y piensa en sí mismo.
Y escribe sobre ello”.

 

 

Los griegos tenían una Diosa de la intensidad, o del frenesí. Empezó siendo una princesa cuyo nombre era Sémele. Una mujer joven y hermosa que tenía un solo anhelo en la vida: quería llegar al corazón del todo. Para eso se convirtió en una adoradora del altar de Zeus. Su vida era llevar ofrendas, cantar, bailar, rogar, entre vahos de mirra, incienso, vino, miel, leche y sangre, para sentir por un instante eso: la magia de la vida. Durante muchos años estuvo así: yendo de mañana al altar, volviendo a su casa deshecha y en trance de madrugada. Hasta que finalmente un día bañándose en el río después de un sacrificio logró que toda la naturaleza la mirara y con ella logró convocar la atención del dios. Zeus se presentó en su habitación y ya no pudo negarse: convirtió en realidad su deseo. Le dio toda la luz y todo el misterio y todo el dolor en un instante. Comprimió el tiempo y el espacio y convirtió la energía en un rayo de luz que se descargó sobre su cuerpo y la desintegró. El cuerpo de Sémele quedó hecho cenizas y de las cenizas salió un fruto. Zeus se acercó y entendió enseguida que ese fruto era su hijo y que, sin el cuerpo de su madre para hacerlo, él debía gestarlo. Un tiempo después nació Dionisio. El Dios del rapto, del éxtasis, del trance fue criado por las ninfas de la lluvia entre tigres. Se hizo mayor y un día escuchó el llamado de su madre. Y comandado por esa fuerza que era su corazón encendido bajó a ultratumba y la rescató. Sémele salió del reino de Hades convertida en Tíone: de princesa a deidad.

La intensidad que es estar vivas en un mundo vivo a veces pide una entrega radical que nos saca de donde estamos para convertirnos en otra cosa. En una versión distinta, más interesante de nosotras mismas.

Soy fan de los mitos griegos desde esa misma edad en la que algo buscaba cambiar para aferrárseme definitivamente. Había un libro en la mesa de vidrio de mi casa con ilustraciones muy precisas de lo que ahí se narraba. Helio conduciendo sus caballos de sol que un día fueron robados por su hijo para terminar incendiando la tierra. La Medusa, con ojos de espanto, que se había convertido en ese monstruo que petrificaba a la gente después de haber sido violada. Prometeo que amaba tanto a los humanos que robó el fuego a los dioses para dárselo a ellos, y desde entonces quedó condenado a estar atado a una montaña a la que todos los días volaba un buitre a comer sus órganos que por las noches volvían a crecer para ser devorados otra vez, y así por toda la eternidad. No sé quien lo llevó a mi casa pero el libro estaba entre los de arte que decoraban la mesa ratona. Hay quien puede pensar que no son historias para niños. Para mí hubo algo inmensamente reparador en tenerlas. Cada una era un derroche de intensidad que mostraba que la vida no era eso que se me exigía ser para estar a la altura de la normalidad del mundo.

Para quien logra hacerlo, sustraer la atención, negar la sensibilidad y la intensidad que es existir en un mundo que se extingue y sangra sin dejar de brindar toda su máxima hermosura en cada manifestación de vida, no es inocuo. Quien lo hace termina inevitablemente entregando esa fuerza a otra cosa: a algo que la entibie, la adormezca, o la deje a merced de lo que la fuerza que extingue y daña necesita. Hay tanta pulsión deseante que termina subsumida al consumo de cosas o a su producción. Toda una potencia reducida a la creatividad consumista que sostiene a esta civilización de la que somos parte, la que con tanta violencia revestida de glitter se está comiendo los bosques, los mares, las montañas. ¿Para qué? Capaz que en un loop infernal solo para eso: sentir lo menos posible.

La psiquiatra brasileña Suely Rolnik lo dice así: “Cada vida que no se pone a la altura de lo que sucede perjudica a la vida en toda su trama relacional: el veneno que se produce se propaga como una peste por sus flujos y los intoxica, estancando su proceso continuo de manifestación. Estos son los efectos de una vida sujeta al poder perverso del inconsciente colonial capitalista. Una vida genérica, una vida mínima, una vida estéril, una mísera vida”.

Hay tanta pulsión deseante que termina subsumida al consumo.

¿Cómo despertar la sensibilidad? ¿Cómo reconciliarnos con la intensidad que hace falta para atravesar esta época con valentía y corazón? Hay un saber de lo vivo, dice Rolnik: y se aloja en el cuerpo. Ese saber tiene la textura del deseo que hay que recuperar para volver a ponernos al servicio de la potencia de creación (no de “creatividad”, de creación) que compartimos con el resto de las criaturas, también las piedras y los hongos y los peces y las arañas y las almejas.

Las almejas ya no están en esa playa de Pinamar porque parece que un tiempo después de que yo las conociera hubo alguien que firmó un permiso para que las pescaran a todas, todas. Sin embargo cada vez que vuelvo por ahí de algún modo las veo: son espíritus color niebla que aparecen cuando las olas acarician la orilla y me recuerdan la mañana donde las vi brillantes y hermosas hundiéndose en la arena, y también la mañana siguiente cuando estaban indefensas y golpeadas muriendo al sol. Y las nombro y les agradezco porque ahora además con todo eso que me hicieron sentir puedo contar su historia.

CRÉDITOS

Texto 
Soledad Barruti

Ilustración
Rebeca Jiménez

Argentina. 2023

Publicado en Diciembre, 2023 
Volumen 8, Número 2

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