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A la espera

una producción de Wimblu
A la espera
Contemplando la migración de aves rapaces en Sarapiquí y a los múltiples seres que la esperan cada año, esta historia reflexiona sobre los ciclos y la espera en un mundo cada vez más impredecible.
Para disfrutar la experiencia completa de esta historia recomendamos el uso de audífonos y computadora.

El sol roza apenas el bosque con sus rayos paralelos al suelo cuando Kenneth y Jefferson llegan a la plataforma de observación. El calor de la mañana evapora la humedad en el bosque lluvioso, envolviendo los árboles con un velo de nubes. Los chicos traen su almuerzo y un termo con café: planean estar ahí hasta que los rayos del sol rocen de nuevo el bosque, esta vez desde el oeste. También traen varios binoculares, monoculares, contadores y cámaras equipadas con lentes teleobjetivos. Colocan sus sillas cada uno en una esquina de la plataforma y, perchados en ellas, comienzan la espera.

 

El aire de Sarapiquí en Costa Rica es denso y húmedo. Desde la plataforma, que se levanta varios metros sobre una colina, se puede ver hacia abajo la costa Caribe, la extensa selva tropical y los potreros y piñeras que la presionan, insistentes. Pero la plataforma está ahí para ver más bien hacia arriba, hacia el cielo. Cada año, durante el otoño septentrional, millones de aves rapaces migran desde Norteamérica hacia el sur a lo largo del Corredor Mesoamericano —la ruta migratoria de rapaces más importante del continente. El refugio Lapa Verde en Sarapiquí, que forma parte de una red de observatorios que registran la migración desde Canadá hasta Colombia, es uno de los dos puntos de observación para presenciar este evento en Costa Rica. Jefferson y Kenneth tienen varios años de pasar temporadas aquí como voluntarios viendo hacia el cielo, esperando a las aves que ellos deberán contar, identificar y registrar a medida que se acercan.

El primer registro escrito que se conoce sobre este evento en la región mesoamericana fue realizado por el historiador y naturalista colonial español Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés, que describió vuelos en el Darién en Panamá, ya en el siglo XVI. Seguramente, la relación entre los pueblos originarios y los ciclos migratorios de las aves se remonta mucho más atrás en el tiempo. En un registro de 1938, se menciona que a las aves rapaces se les conoce colectivamente en la zona como azacuanes, ya que "en la superstición popular, se supone que marcan el comienzo o el final de las lluvias”(1). Azacuán viene del término náhuatl 'Atzacua' que se relaciona con 'acarrear agua' y, en efecto, las migraciones de las aves rapaces en la región mesoamericana coinciden con el inicio de las estaciones seca y lluviosa. Más que una 'superstición', la palabra indica una atención sostenida a través del tiempo hacia los ciclos del clima y de los pájaros, ciclos que durante siglos han estado íntimamente entrelazados y que permitieron, a quienes prestaban esa atención, saber qué esperar tras el paso de las aves.

Jefferson se levanta de su silla y anuncia con emoción que "ahí vienen". Para el ojo que no sabe qué buscar, el cielo se ve como un canvas blanco interminable, pero con un poco de esfuerzo, Jefferson logra hacernos ver los pequeños puntos negros en el horizonte, apenas perceptibles. Prepara sus binoculares y su contador manual, y empieza a cantar números y nombres que Kenneth apunta lo más rápido posible. Identifican las especies a partir de sus siluetas, con las cuales ya están familiarizados. Los jeroglíficos en el cielo se traducen en buitres cabecirrojos, halcones peregrinos, gavilanes aludos. Se apuran a contar mientras las aves se desplazan en línea recta antes de entregarse a las termales. 

Una vez en las termales —columnas de aire que se levantan por la evaporación— las aves se acumulan y se confunden formando una espiral y elevándose sin que medie ningún esfuerzo de su parte. Rendidas a las corrientes, las rapaces ofrecen una danza hipnotizante. Los remolinos aéreos mecen suavemente a las aves que extienden sus anchas alas para planear en círculos meditativos hasta donde el aire se enfría de nuevo y la gravedad vuelve a tomar control. Desde ahí las aves se lanzan en caída libre hasta la próxima termal, liberando del trance a quienes las contemplamos.

Este mecanismo permite a las rapaces desplazarse por miles de kilómetros —algunas desde Canadá hasta la Patagonia— a manera de veleros impulsados por el viento, sin utilizar su propia energía. Es una migración que depende absolutamente de las corrientes de aire y del calor que las levanta, y de la geografía que proporciona las condiciones para estas dinámicas atmosféricas. Visto de esta forma, es difícil no reconocer la agencia del paisaje en el movimiento masivo de las aves: un territorio que se enfría en el norte desencadena la migración, y territorios cálidos en el sur elevan sus termales dibujando la ruta que les permite atraer a las aves para sentirlas desplegarse sobre sí, en danzas que llenan el cielo, aunque sea por un corto período de tiempo. A cambio de su baile, esos mismos territorios les proporcionarán a las aves espacios donde perchar para pasar las noches del viaje y un refugio donde sobrevivir hasta que el norte deshiele.

En su ensayo sobre los ciclos de migraciones animales y las preguntas que persisten sobre los mecanismos de orientación en esos largos trayectos, el filósofo y ecologista David Abram propone que quizás las grandes migraciones colectivas son expresiones activas de la propia Tierra, que quizás son "...gestos lentos de una geología viva, experimentaciones improvisadas que poco a poco se estabilizaron en hábitos ahora necesarios para el metabolismo continuo de la esfera" (2). Abram compara las migraciones cíclicas con la respiración: un inhalar y exhalar del planeta que mantiene a las criaturas en circulación. En castellano, la palabra anhelar también está relacionada a respirar. Viene del latín anhelãre que significa respirar con dificultad, tener una respiración fatigosa o exhalar vapores. Se especula que por el sentido de intensidad o dificultad respiratoria que se experimenta al hacer un esfuerzo, pasó a significar "el esfuerzo mismo o vivo deseo de algo"(3). Entretengamos por un segundo esta imagen: si el planeta inhala y exhala moviendo a las aves de un lugar a otro, quizás ahí donde no estén, el territorio las anhela, respira fatigoso, exhalando vapores de aire que se elevan, en un esfuerzo por atraer de nuevo a las aves hasta sí.

Ahora bien, lo cierto es que por más esfuerzo que haga el paisaje, no todo depende de él. El territorio seduce, pero también las aves deben dejarse seducir. Es decir, la migración depende tanto de las condiciones del paisaje como de la confianza y entrega de las aves para dejarse guiar por esas fuerzas atmosféricas. Y, aun siendo guiadas por los vientos, las rapaces deberán recordar y orientarse geográficamente, respondiendo —como afirma Abram— "a las seducciones y gestos de la multiplicidad topográfica", para así volver a pasar por el mismo territorio que durante siglos las ha esperado cada año. 

Jefferson y Kenneth nos dicen que las aves de presa son capaces de recordar los rasgos geográficos, que se cree que los jóvenes aprenden la ruta de los mayores y que su afilada visión les permite distinguir el paisaje y sus criaturas con gran precisión. Desde la vista de pájaro que permite la plataforma, una apertura en el bosque asemeja un ojo vigilante. Quizás la selva observa de vuelta, quizás ella también sabe reconocer las siluetas de las aves. Tal vez por eso las dibuja por todos lados y suspira en forma de termales, anhelando que se cumpla el ciclo de su regreso.

Las migraciones animales, cómo cualquier otro ciclo, nos anclan en el tiempo. Vivir en un mundo cíclico nos da un sentido de familiaridad y seguridad en un contexto cambiante. Confiamos en que amanecerá, que las estaciones irán y vendrán, que las noches se alargarán hasta que el sol regrese invicto; que las aves, las tortugas, las ballenas, los vientos y las lluvias volverán. Los ciclos nos ponen a la espera del mundo. Cada evento que se completa nos trae el alivio y la alegría de una esperanza cumplida. 

Por muchos siglos, culturas de todas partes del mundo han celebrado ceremonias y festivales que honran los ciclos naturales, agradeciendo su llegada o haciendo ofrendas por su regreso. En estas celebraciones hay un entendimiento de que la espera no es pasiva ni la satisfacción inmediata, que se requiere una atención y participación particular, un esfuerzo, o digamos mejor, un anhelo de nuestra parte. 

Pero, ¿qué pasa cuando los ciclos se rompen? ¿Qué pasa cuando el mundo con el que nos habíamos familiarizado pierde su continuidad?

Esta es la realidad a la que nos enfrentamos en el contexto de la crisis ecológica. En el caso específico de las rapaces, los efectos del cambio climático afectan directamente su migración al perturbar los ciclos de lluvia y sequía. Las alteraciones en los patrones de viento y las condiciones atmosféricas podrían reducir la viabilidad de las rutas migratorias tradicionales, y el aumento en la frecuencia y severidad de ciclones, huracanes y temporales exponen a las aves a peligrosos eventos climáticos que reducen sus posibilidades de supervivencia durante el viaje (5).

Cuando los ciclos se quebrantan, quedamos ante el reto de aprender a vivir en un mundo impredecible. Un mundo en el que las relaciones y asociaciones que nos orientaban en el tiempo ya no están garantizadas. El diccionario nos dice que una de las definiciones de esperar, es tener esperanza de conseguir lo que se desea. Pero, ¿cuál es el marco de referencia de lo esperable en un mundo sin el equilibrio de los ciclos? ¿Cómo saber qué es posible desear en un contexto así?

Ante un mundo incierto y desequilibrado, el consumo no ha tardado en llenar los vacíos de nuestras expectativas. Donde antes esperábamos el paso de las lluvias y los azacuanes, ahora esperamos la nueva actualización del celular, la nueva colección de verano, el nuevo modelo de auto. Nuestro deseo de un sentido de familiaridad y seguridad ha sido secuestrado por ciclos manufacturados que no se asocian a nada, que no nos anclan a nada, que no nos dicen nada sobre los paisajes en que vivimos, y que cada vez suceden con más frecuencia e inmediatez. Ya no esperamos, desesperamos.

Quizás entonces hay algo de importante en el acto de esperar. En ponernos a la espera del mundo. En exponernos a la posibilidad —o no— de que un ciclo se cumpla y ser testigos de un mundo cambiante. Quizás esta es la sabiduría que surge de las ceremonias que marcan y honran los ciclos: que no podemos nunca tomarlos por sentado, que la belleza y abundancia de los ciclos es un regalo y que cultivar un deseo, una espera, por aquello que con tanta generosidad nos ofrece el mundo una y otra y otra y otra y otra vez, es una de las formas más sencillas de apreciar y cuidar las relaciones y condiciones que hacen posible que ese deseo se cumpla todas las veces.

Jefferson y Kenneth están apenas en sus veintes. Nacieron, como muches de nosotres, en un mundo impredecible y en sociedades que carecen de ceremonias que nos pongan en reciprocidad con nuestros ecosistemas. Pero cada año ofrecen su tiempo para venir a esperar lo que aún es esperable, para ser parte de una especie de ceremonia que honra a las aves con su atención, y que, a través de un esfuerzo colectivo e internacional por comprender mejor las rutas, las necesidades y las poblaciones de las aves, demuestran, al igual que el bosque, su anhelo por presenciar y participar de un ciclo más.

¿Qué pasa cuando los ciclos se rompen? 
¿Qué pasa cuando el mundo con el que nos habíamos familiarizado pierde su continuidad?

Los días de observación han estado tranquilos. Aparte de unas cuantas bandadas en la mañana, no ha habido mayor actividad de rapaces. Sin embargo, durante las largas horas de espera, Jefferson y Kenneth han identificado otro montón de aves locales que se perchan en los árboles alrededor de la plataforma, emocionándose con cada una de ellas. Han pasado todo el día intercambiando anécdotas sobre avistamientos pasados, expresando deseos de lo que quisieran ver algún día o ayudándonos a nosotres a dilucidar cuáles son los pájaros que estamos viendo en nuestro jardín a diario. Las horas de espera y observación en la plataforma les han dado una experiencia directa del bosque. La selva les ha enseñado cosas. Han aprendido a reconocer a los pájaros por su canto y a predecir qué aves u otras especies pueden verse según las condiciones del día. Saben en cuáles árboles es esperable ver a ciertos pájaros perchados y pueden hacer estimaciones informadas sobre el paso de las rapaces. Todo a partir de una atención sostenida en el tiempo.

En la antigua Roma, sacerdotes especializados llamados augures, elegían determinados puntos para observar el vuelo de las aves, a partir del cual interpretaban el futuro o la voluntad de los dioses. De esta práctica obtuvimos las palabras auspicio y contemplación: auspicium, de avis o auis (ave) y spicio (ver, observar); y contemplatio, de con- (todo, junto) y templum (templo o lugar sagrado para ver el cielo). Los romanos no hacían nada sin un augurio, sin ese mensaje de las aves que les indicara que contaban con el favor y la protección de los dioses (6).

Quién sabe si los dioses envían sus mensajes con las aves. Puede ser. También puede ser que haya algo de sabio en no apurarnos, en renunciar a la inmediatez. Tomarnos el tiempo para observar el mundo, esperarlo, anhelarlo, antes de precipitarnos hacia cualquier acción que pueda irrumpir en sus ciclos. Comentando el trabajo del poeta y revolucionario Mario Payeras —quién escribió sobre las rutas ístmicas del Halcón Peregrino— el antropólogo Jonatan Rodas llega a una conclusión similar. "En definitiva, — nos dice—  la lección parece ser esta: que para transformar el mundo hay que comprenderlo y para comprenderlo, primero habría que contemplarlo" (7).

Llegando a la plataforma por la tarde, el viento hace temblar a las hojas de un momento a otro. Todo el bosque se mece anunciando la lluvia y no pasa mucho tiempo antes de que el cielo rompa en tormenta. Nuestros planes cambian y el de las aves también. Las plumas mojadas son demasiado pesadas para planear y de todas formas no habrá termales hasta que el agua que cae no se evapore con el calor de la mañana. La plataforma es un punto demasiado vulnerable en rayería. Nos devolvemos sendero abajo lo más rápido posible debajo de un torrencial. La observación tendrá que esperar.

A la mañana siguiente, la humedad del aguacero del día anterior asciende despacio. Las rapaces llegan poco a poco, entregándose a las termales. Hoy tampoco se auguran grandes números. Al final de la temporada se espera que casi tres millones de rapaces hayan cruzado el cielo tico. Habrá días en los que el cielo se cubrirá de aves en un espectáculo masivo, pero lo cierto es que la mayoría de días serán como estos, en los que las aves van pasando en pequeños bandos. A veces lo que se espera no llega de forma abundante y evidente. A veces toma tiempo y constancia reconocer que lo que tanto esperamos se ha cumplido.

El sol roza apenas el bosque con sus rayos paralelos al suelo cuando Kenneth y Jefferson llegan a la plataforma de observación. Planean estar ahí hasta que los rayos del sol rocen de nuevo el bosque, esta vez desde el oeste. Lo harán así todos los días mientras dure la migración de las rapaces. El territorio cálido de Sarapiquí hace su parte elevando una vez más sus termales que dibujan la ruta que atrae a las aves. El cielo se extiende como un canvas blanco interminable. La vista y los sentidos puestos en el horizonte. A la espera.

CRÉDITOS

Texto, Fotografías y Videos
Alessandra Baltodano, Carolina Bello & Pablo Franceschi

Agradecimientos
Kenneth Acuña
Jefferson Delgado
Oropopo Experience
Refugio Lapa Verde

Costa Rica. 2023

Publicado en Enero, 2024
Volumen 8, Número 6

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