Los sentidos del desplazamiento
Una exploración meticulosa del inagotable universo de Manakamana.
“Ya se van los pastores hacia la majada,
ya se queda la sierra triste y callada”
Cancionero popular *
Mi hermana investiga sobre el árbol genealógico de la familia. Su paciencia la ha ayudado a recabar información de nacimientos, nombres y defunciones de hace más de seis siglos. Casi con ansia, le pregunto: ¿De dónde y hacia dónde? Y ella me responde: todos nacieron por esta misma zona, en el valle de Valderredible. ¿Pero se movieron? pregunto, y ella niega con la cabeza. No, son todos de aquí. El punto concreto en el mapa se me queda atascado en el esternón. Por un lado, como reposo de mi ansiedad y, por otro lado, como decepción.
Exploro mi ego: ¿Soy yo la única en siglos que ha decidido desplazarse tanto en mi familia? Hay una bisabuela por parte materna que fue abandonada en un hospicio. Su apellido, cambiado un par de veces, nunca dará información de su pasado. Todo el universo anterior a ella, junto a las finas líneas maternas y paternas, es algo a lo que jamás tendremos acceso. Tampoco accederemos, pensamos, a las razones de su orfandad. ¿Qué pasó que se quedó sola? Me veo a mí misma agarrándome a la historia de mi bisabuela para explicar mis heridas en algún futuro. Cuando me sienta huérfana a kilómetros de distancia, tengo miedo de poder decirme: esto es porque abandonaron a mi bisabuela.
Como la historia de mi línea materna se frena en esa orfandad ahí, en seco, y yo lo que quiero es encontrar el germen migrante de mi familia, me invento la hipótesis de que mi bisabuela fue una exploradora que luego tuvo hijos pastores —esto es cierto— y el resto de la historia ya la conocemos.
En ese momento, se me olvida que los pastores también viajaban, con pesar a veces, hacia el sur. Como aquellos montañeses que lloraban a la luna extremeña, añorando su propia luna.
Mi hermana siempre ha sido como una hormiguita. Así lo decimos en la familia: Marta es como una hormiguita. Un pequeño ser que escarba en la tierra, paciente, para traspasar después el alimento de un lugar a otro. Mi hermana se acomoda en el hogar y en el silencio. Cuando en verano se queda horas dentro del mar o la piscina, pareciera que borrara su cuerpo de hormiga de tierra para dejarse existir en un limbo líquido: en esos momentos, el cuerpo de mi hermana existe dentro de otro tipo de tránsito, un no-lugar. El agua es su espacio de viaje.
Mi hermana y yo nos llevamos doce años de distancia. Ella es el punto A, yo el punto B, dentro de la genealogía de nuestros padres. La distancia entre el punto A y el punto B es un tránsito permanente. Doloroso, a veces, pero indiscutible en su vaivén. En la materialidad de este vínculo hay una distancia espacio-tiempo que incluye un divorcio, una infancia larga, una adolescencia atormentada, un bebé. Pero en la inmaterialidad hay millones de cosas: dolores imperceptibles al ojo humano, incluso al espejo, un cariño profundo. Mi hermana y yo nos llevamos doce años de distancia material y años luz de distancia inmaterial.
Mi hermana tiene unos espolones calcáneos en el pie: le duelen los talones como si estuviera pisando un clavo. Yo tiendo a hiperventilar cada dos horas, con un corazón frenético que quiere escurrirse por todo mi cuerpo.
Mi hermana echa raíces en la tierra desde el dolor. Yo vuelo desde la herida. No es culpa de nuestros padres; solo somos unos seres sensibles más en el mundo, cargando con nuestros ancestros desde ángulos distintos.
Mi hermana lleva apuntando los nombres de nuestros antepasados durante años de forma minuciosa. Tiene varios cuadernos en los que guarda cada dato nuevo de los parientes que va descubriendo. Visita iglesias, cementerios, censos. Algo que empezó como un pequeño ejercicio de memoria ha terminado siendo un inventario vincular y emocional. Para la cena de las navidades pasadas, apareció con unos folios impresos donde figuraba la lista de nombres de nuestra línea materna desde el siglo XX hasta cinco siglos atrás. Hay muchos nombres repetidos, nos decía. Nombres que podrían ser actuales. Martín, Soledad, Gabriel, Luisa. Los oficios es algo que cuesta un poco más encontrar, pero la gran mayoría eran pastores.
Como yo me desplazo desde la herida, pienso que el árbol genealógico de mi familia podrá darme las respuestas que siempre he estado buscando. ¿Por qué tengo esta especie de enfermedad de pies? Normalmente me he dado mis propias respuestas desde la errancia misma: una curiosidad profunda, una necesidad de salir del pueblo, una ansiedad por atrapar el conocimiento a través de un cuerpo abierto. Descubrir que mis antepasados eran pastores nómadas se abre ante mí como un nuevo viaje.
El pastor vive entre dos mundos, el de arriba y el de abajo, pasa toda su vida en los montes, solo, alejado de los suyos y del paisaje que le vio nacer.
Ese dolor del pastor es mío, también.
No es nada épico, pero en su naturalidad y en la supervivencia y en la necesidad reside la épica más primigenia.
Ese camino del pastor es mío, también.
«Ya se van los pastores a la Extremadura, ya se van» se cantaba en la despedida el día de San Miguel. Los pastores partían hacia las dehesas pacenses en busca de unos pastos frescos y un clima amable. Buscaban algo más allá, seguir los ritmos propios de la naturaleza, acompañarla, y en la suspensión del tiempo de la trashumancia, mirar y migrar el paisaje. Mis ancestros pastores abandonaban, cada invierno, su valle de Valderredible, y acompañaban a los rebaños hasta tierras sureñas para huir así del lado frío del día a día. Alguna mañana, muy temprano y junto a alguna ermita de piedra de aquellos montes, las patronas, las hilanderas y las lavanderas se despedían de los hombres trashumantes.
Esa despedida del pastor es mía, también.
Me despierto en una ciudad extranjera, una ciudad de mi elección. He venido en busca de algo que aún no sé. Me rodeo de gente que siente parecido, somos como pastores guiando a un rebaño diminuto.
Me desdoblo. Digo: creo que mi cuerpo me odiará por esto. Mi cuerpo se desdobla en el dolor del movimiento. Sin un paisaje fijo. Soy un cuerpo partido.
En esta ciudad conoceré:
En esta otra ciudad aprenderé:
En mis primeros viajes pensaba que aprendería a nombrar todo desde la delicadeza de una pluma. Sin embargo, y casi sin darme cuenta, el viaje como modo de vida empezó con una velocidad vertiginosa. Dieciocho años, primera mudanza al extranjero. Diecinueve, segunda mudanza. Veintiuno, tercera mudanza. Veintiuno, cuarta. Veintiuno, quinta. Veintidós, sexta. Veintidós, séptima. Veintidós, octava. Veintitrés, novena. Veintinueve años, mudanza número quince.
La velocidad no tiene ritmo. Y esta premisa hacía de mi viaje un viaje desarticulado (o eso sentía yo), desapropiado, desnombrado. Muchas veces me descubría a mí misma mirando el cielo y añorando las mismas estrellas pero desde otro lugar. Siempre en el anhelo por la tierra perdida. Y por la que sabía que vendría. Mi herida estaba conformada en la no permanencia y, a la vez, me era imposible establecer una permanencia porque la necesidad de deambular era siempre urgente.
Empecé a viajar muy rápido, de una ciudad a otra, incluso de un continente a otro. Me desplazaba a través de mi cuerpo: él era el vehículo y la única casa que aguantaba el ritmo. Me levantaba cada día sin saber dónde iba a volver a nacer, preguntándome si aquel lugar imaginado sería más limpio, más lento, más mío. Pero aún no llegaba a entender que en el viaje no hay nada limpio, ni lento, ni propio. Me faltaba dar con el núcleo primigenio de la decisión que había tomado: estar en un tránsito permanente. Y encontrar la tranquilidad desde ahí. Aceptar mi necesidad de movimiento como mi único hogar real.
Reviso los borradores de mi primer poemario y encuentro este poema que, finalmente, descarté:
No existe clima repetido
volver ya no
en esta llanura donde no tomas
ni el calor ni la comida
sigue
la inquietud del animal
el mundo se hace agua sana viva con el vientre
lleno de sol y un amor
de sal y espiga
trashumante es en esta lengua
de memoria abierta
donde se pliega
la muerte
distante
sigue
Quiero pensar que alguna voz de hace siglos, de mis hilos internos, de mis tierras internas, me lo susurró.
Algunas de las personas del pueblo que asistían a la despedida de los pastores el día de San Miguel también soñaban con viajar. No se torturaban por ello sino que esperaban con ansia la vuelta del pastor para que éste les contara todos los recovecos: las lluvias, los chozos, el animal perdido del rebaño, los colores del sur. Estas personas, que nunca habían dejado el valle, viajaban a través de las historias a la vuelta del movimiento ajeno.
El camino de los pastores con los animales era largo. Y en ese camino el desplazamiento se encarnaba, se encuerpaba. No había marcha atrás: el pastor sería ya, para siempre, pastor nómada. Por entonces no había mapa preciso: la única manera en la que medían la distancia era a partir del cobijo del pueblo que dejaban y de la posibilidad de un clima abierto y nuevo. Es decir: entre origen y destino. Pero sabemos que el viaje no empieza ni acaba, porque eso privaría al viaje del movimiento mismo.
Mis ancestros marcaban el recorrido de las ovejas junto a sus perros pastores. Se distribuían de una manera u otra según el viaje: pastores y animales formaban un mapa en sí mismo, en continuo desplazamiento. En el caso de los pastores que hacían la trashumancia a caballo, su ritmo se apoyaba en la velocidad del animal. El paso del pastor quedaba marcado por el del caballo. Pero el animal más presente era el perro, que guiaba al rebaño atento, marcando los puntos cardinales de las vías pecuarias.
Un movimiento de trashumancia es un movimiento de lenguaje intersubjetivo. Un equipo de cuidados de seres vivientes que se reconocen.
Después de cada día de camino, y en algún atardecer, el equipo trashumante paraba en los descansaderos —o «majadas»— con sus ganados. Allí pasaban la noche —la noche más abierta y estrellada. Al día siguiente comenzaban temprano y aprovechaban para hacer un breve examen médico. Las ovejas nómadas sufrían muchas veces de patera: infección de las pezuñas que afecta a ovejas, cabras y bovinos, normalmente producida por la humedad del suelo. Una enfermedad de patas, en este caso literal, material, dolorosa, provocada por el deambular continuo.
El viaje necesita de un despliegue de cuidados para seguir.
El dolor de patas de la oveja trashumante es igual a mi enfermedad de pies.
Cuando decidí dejar aquella ciudad al sur del sur, tan lejos de mi casa, lo celebré con varies amigues. No era una fiesta del adiós, sino un reconocimiento por aquella estancia. Nuestro amor, enredado en acentos varios, se había convertido en una red que nos sostendría en la nueva marcha. Hubo abrazos, música, una noche larga y hendida en el corazón para siempre, un beso en la herida por partir. La orfandad y el tránsito elegidos dolían entonces un poco menos.
En mi caso, como en el de los pastores, para seguir cuerda en el viaje, necesito anclar una A y una B en el mapa, pero subrayar la A con especial énfasis. Subrayarla y destacarla y pintarla. Dejar claro la A es, para mí, un suspiro de alivio.
Esa distancia del pastor es mía, también.
Mi cuerpo horizontal es un cuerpo-camino, así como es, también, un cuerpo-territorio. Mi cuerpo vertical es un cuerpo-frontera, así como es, también, un cuerpo-clima. Me muevo porque soy el paisaje acoplándose al mundo. Me muevo porque si no la palabra se estancaría.
El ejercicio itinerante de saltar de un lugar a otro es una práctica antigua. Las comunidades de pastores llevan viajando con sus ganados desde tiempos ancestrales. En la España de la Edad Media existió la Mesta, gremio dedicado a la ganadería trashumante para el traslado de los animales entre las dehesas de verano y de invierno, y que asentó toda una red de vías pecuarias a lo largo del territorio.
La trashumancia de los pastores junto a sus ganados es una práctica universal que ha pervivido a duras penas hasta el presente, y con las peculiaridades específicas de cada zona, para acomodarse a los cambios en cada uno de los contextos. Hoy, la itinerancia pastoril se encuentra casi desaparecida, en un mundo que sufre de innumerables cambios en el transporte de ganado, como en el intercambio cultural y de saberes.
La trashumancia ancestral es, por lo tanto, un viaje lento que nada tiene que ver con el tipo de viajes al que estamos expuestos y acostumbrados hoy en día.
Recorro el suelo del aeropuerto deslizándome. Soy como una maleta. Cargada de una ilusión nueva y que no durará mucho, lamo el suelo y me desplazo de una terminal a otra por las cintas rápidas y larguísimas. Nadie se fija en mí. Nadie se puede fijar en mí en un lugar como este. Sin embargo, yo me fijo en todes: veo los pies que van más lento que otros como reflejo de la ansiedad encarnada en el movimiento (dentro del movimiento). Veo madres cargadas con mochilas grandes, maletas grandes, hijos grandes, maridos grandes, cargas grandes, en definitiva; y veo, también, su deseo de huida debajo de los ojos. Recorro el suelo del aeropuerto deslizándome. Llevo el halo de la ilusión de una nueva etapa en la cara. Toda mi cara es ilusión. Todo mi cuerpo: brazos, ilusión. Manos, ilusión. Piernas, ilusión. Ombligo.
El aeropuerto es una matriz. Un vaso lleno. Un útero. La caverna antes del nacimiento. El aeropuerto no es un espacio, es un sí-lugar. El concepto de «no-lugar», planteado por el antropólogo Marc Augé, no tardó en hacerse viral más allá de la academia. Se trata de un término que refiere a un espacio de anonimato —e intercambiable, al fin y al cabo. Uno de los ejemplos más representativos del no-lugar es el aeropuerto. Sin embargo, mi percepción es que el aeropuerto, como agujero de entrada y de salida de tantos latidos humanos, es el lugar más lugar que existe. Aquí se suspende el yo y se enfatiza la lugaridad. El aeropuerto no tiene patrimonio histórico, tiene multiplicidad de patrimonios históricos, personales y culturales, todos en tránsito, hablándose las lenguas una por encima de las otras. Con la suficiente sensibilidad, una podría sentirse abrumada ante tantísima información, historia y belleza aquí concentradas. Pero para dejarse afectar por eso, debería haber permanencia, que es justo lo opuesto a lo que nos da un aeropuerto. Entrada. Salida. Nacimiento. Muerte. ¿Lo que hace que un lugar sea un lugar es eso: habitar desde la permanencia?
Un aeropuerto es un mero cruce casual de personas, un cruce accidental de coordenadas. Donde la extranjería se sitúa por encima de todas las cosas. Por encima del mundo. Por encima del mismo lenguaje que define «extranjera». Aquí no hace falta conocer los materiales de construcción de la mole que es el aeropuerto, ni los mecanismos que permiten el funcionamiento correcto de las escaleras mecánicas. Tampoco es necesario conocer el funcionamiento de un avión para viajar en avión. En el siglo XXI hay saberes de otros a disposición propia para el propio desplazamiento.
Toda una vida a pie. Esa es la distancia precisa entre el movimiento de mis ancestros y mi movimiento elegido. El cuerpo del pastor como transporte. El cuerpo del pastor como maleta para enseres. El cuerpo del pastor como guía de otros cuerpos animales.
Yo uso coche, autobús, bicicleta, avión —incluso, en contadas ocasiones, barco. Mis ancestros pastores andaban una media de 20 kilómetros al día con sus rebaños. El recorrido era de norte a sur y de sur a norte. Una A y una B. No era cualquier tipo de viaje: para que sus rebaños pudieran subsistir, los pastores se daban al movimiento a través de un esfuerzo que reunía conocimientos sobre climas adversos o la búsqueda de cobijo para dormir. Era este esfuerzo el que les permitía a los pastores hacer una lectura única de las oportunidades que la naturaleza les ofrecía: conocer las mejores zonas para el paso del ganado o dónde encontrar leña y resguardo. La observación constante del cielo les permitía advertir rápidamente las variaciones meteorológicas de amplios territorios, como también orientarse y calcular la hora del día. Sabían reconocer señales en el territorio que para otros pasaban desapercibidas: las auditivas, como los lenguajes precisos de cada animal. Los cantos de las aves, los balidos de las ovejas. También las terrenales: los pastores conocían la profundidad y la dirección de las pisadas en el barro, que al final eran sus huellas de ida y venida.
El camino del pastor no es el mío.
Cada vez me duele más moverme por el paisaje sin la pausa. Mirarlo de refilón a través de un cristal. Encima de unas ruedas. Me muevo, pero no toco la tierra. Hoy un ternero se cruzó en la carretera. Frené el coche con el cuerpo envuelto en un susto. La mirada del ternero atravesaba la frialdad del coche, del metal, del vidrio, hasta llegar a mis ojos. Nos quedamos unos segundos quietos, sin pestañear. Después avanzó. Siguió su camino para reencontrarse con las demás vacas. ¿No es este el «no-lugar» real? La concesión de pasar por el paisaje sin el tacto. Moverse con el movimiento sin el cuerpo.
La palabra trashumancia significa «el que cambia de lugar de manera recurrente» y tiene el prefijo «tras-» (de un lado a otro) acompañando a humus, tierra. Es decir, que el término de trashumancia se refiere a un estar en camino en conexión con la tierra.
El pastor trashumante habita la frontera. Su errancia le hace no pertenecer a ningún lugar y sin embargo, le hace ser del lugar en el que está. Y, en contraposición a esto, vivir en el desplazamiento le aleja del lugar al que llega o del que parte. Su trashumancia le hace ausente en su lugar de origen: ausente en sus vínculos emocionales, ausente, también, en sus futuros.
Llego a esta nueva ciudad con un aire de nieve. El bicho ocre, oscuro, camina lento por el alféizar de la ventana mientras el cristal devuelve la imagen de una carretera llena de coches a cien kilómetros por hora. ¿Es esto permanecer? Me siento etérea y a la vez anciana. ¿Quién es Laura? Se pregunta la mayoría. Un misterio en silencio, eso soy.
Contemplo la falta y entonces entiendo: lo local, la permanencia, la conexión, la tierra labrada. Sin ello no puedo trascender.
La ausencia del pastor, ¿es la mía?
Hay gente que se mueve por el mundo con euforia, yo no puedo, me muevo desde la herida, como un animal al que la boca se le llena de búsqueda. Simplemente, me es inevitable. Con la tranquilidad de saber que tengo un lugar al que volver después del trasiego —por más que vaya a ser desconocido para mí / por más que yo vaya a ser desconocida a la vuelta—, me muevo.
El pastor trashumante era, en muchas ocasiones, lo otro. Y lo era por su intermitente ausencia social del pueblo, por su trabajo, que lo mantenía desconectado y huidizo. Al volver, el pastor tampoco compartía los espacios sociales de una manera intensa sino que permanecía en los márgenes.
Ni pueblerina ni urbanita, yo estoy en medio. Nacida y criada en un pueblo de siete mil habitantes durante los primeros dieciocho años de mi vida, pasé a vivir a ciudades medianas para luego emigrar a macrourbes. Nunca me sentí cómoda en ningún lugar más que en el movimiento (o en el saber del movimiento estacional). El asiento, fuera el que fuera, me picaba, por así decirlo. Y mi personalidad inquieta se veía agrandada ¿en qué?.
Soy capaz de demonizar y de idealizar tanto a mi pueblo como a las ciudades. Busco con ansia la naturaleza y la familiaridad, a veces, y otras me refugio en el anonimato, los ruidos y las muchedumbres. Me da sosiego saber que siempre hay un puente, invisible, que es ese desplazamiento de un lugar a otro: sé que puedo estar en el pueblo o en la ciudad hasta que mis sentidos se agoten, hasta que mi cuerpo me pida volver al otro polo, al pueblo o a la ciudad. Sé que tengo escapatoria y elección.
Muchas de las vidas de mis antepasados estaban destinadas al campo. Algunos eran hijos de hijos de labradores: trabajaban la tierra para obtener el fruto. Otros eran hijos de hijos de ganaderos: alimentaban de tierra silvestre al animal para obtener su fruto (leche, carne). Muchos de esos pastores eran sedentarios, pero también estaban los nómadas. Se daban al movimiento por un oficio familiar impuesto, muchas veces, un sacrificado trabajo de idas y venidas, de sol a sol. Me gusta pensar que el pastor nómada era aquel destinado a trasplantar la semilla propia gracias al movimiento de otros seres animales, desde el placer; pero en realidad la trashumancia era un oficio duro que respondía a las adversidades del paisaje propio.
El vaivén estacional del pastor es el mío, también.
Pero, ¿la elección de movimiento?
También hoy, el clima —el mismo clima de siempre pero más dañado— y el hambre —el mismo hambre de siempre, el que busca el fruto— fuerzan a miles de personas a darse a otro tipo de movimiento desde el tacto más doloroso: el cuerpo lanzándose al mar, el cuerpo abandonando un punto A para llegar a un punto…¿cuál? Un no-lugar absoluto, el exilio.
Mi patrimonio particular es el tránsito, la errancia, el vínculo entre un lugar y otro lugar. En ese limbo construyo una herencia futura, un cobijo, un vivir.
No deseo la permanencia en un lugar, sí la conciencia.
Los pastores hacían de la itinerancia su hábitat. No había distinción entre el habitar y el caminar. Por más que una vida intermitente se puede ver como un foco de sufrimiento, los pastores aprovechaban sus saberes para dar una permanencia especial a sus hogares (efímeros), a sus materiales (perecederos), a su territorio (el desplazamiento). Vivían en el presente. En pausa. En contacto real con el paisaje y el camino.
Hay en mi tránsito de hoy un tránsito de ayer: deseo que nos movamos más allá del cristal, más allá de la velocidad, desde el tacto, en definitiva, para escuchar las canciones de la tierra junto al berreo animal.
Nuestras huellas deberían rozar las del pastor, eso deseo.
* Transmitida por la trashumancia a lo largo de la meseta española
Texto
Laura Sanz Corada
Ilustración
Lux Meteora
2023. España
Publicado en Julio de 2023
Volumen 7, Número 9