Comunión Animal
Una entrevista que nos invita a sentirnos parte de la gran membrana de la vida.
“Divina fuerza de gravedad
líbranos de todos los males del caos,
mantén el orden del universo
en el mayor nivel de entropía,
permite que el agua que bebieron los dinosaurios
que hoy es mi sudor, mi sangre y mi orina,
vuelva a la tierra para hacer parte
de alguien más”
Libro de Oraciones
Muriel Mar
La esfera verde azul cae de su eje, rebota por el escritorio. La atrapo después de un par de intentos. ¿Qué hacer con la Tierra entre las manos? Trato de cambiar su forma sin romperla, hacerla girar, comprimirla para ver si algo sale de su interior. ¿Y si invierto los polos? ¿Y si África y Suramérica fueran el norte? Sumerjo un dedo en el océano Atlántico, las selvas de acá se unen al golfo de allá, y yo imagino el mundo cuando todas las tierras emergidas eran un solo súper continente, antes de los dinosaurios.
Junto a mi planeta a escala guardo semillas, plumas, piedras volcánicas, esqueletos de hojas, fósiles de caracol, me gusta conservar pedazos de mundo, recuerdos de lo vivo. Tomo la flor prensada de Passiflora mariquitensis que me dio Adriana el día que nos conocimos. Ya no son blancos sus pétalos ni dorada su corona, es ella en otra dimensión que se resiste a desaparecer, frágil, como la posibilidad de seguir existiendo.
Durante los últimos doscientos treinta años nadie había visto las flores de la mariquitensis, la planta se creyó extinta. El último registro provenía de dibujos realizados por Francisco Javier Matiz para la Expedición Botánica, el primer proyecto científico que, partiendo de Mariquita, intentó reconocer la naturaleza del territorio neogranadino. En esos tiempos, no se pensaba que una especie completa de seres vivos pudiera desaparecer de la Tierra, no existía la palabra dinosaurio y la palabra fósil se refería a minerales extraídos, no a vestigios de organismos extintos. Solo cuando Mary Anning, la madre de la paleontología, encontró en el siglo XIX el primer esqueleto completo de un ser vivo que nadie conocía, pudimos ampliar la interpretación de la historia del planeta, empezamos a comprender que la Tierra y la vida han tenido múltiples versiones y que la extinción sí es una posibilidad.
Hago girar mi planeta, busco el centro. Yo sé que las superficies curvas están formadas por puntos que se siguen uno del otro, y que cada punto se encuentra a la misma distancia del centro, pero ¿dónde está ese punto convergente? ¿Cuál es el centro del mundo? La palabra centro viene del latín centrum, que significa la rama fija de un compás sobre la que gira la otra. Cuando los primeros geómetras griegos querían dibujar una circunferencia, improvisaban un compás con una estaca de madera, clavaban la extremidad más afilada en la tierra, ataban una cuerda y la hacían girar para trazar el contorno circular. A veces, somos como estacas, nos fijamos en un punto, establecemos nuestro centro, corremos el riesgo de perder de vista los puntos externos de nuestra propia curvatura.
Juego a señalar puntos al azar: Kalahari, Chiribiquete, Manizales, Malabo, Amazonas, cada lugar se convierte, por un momento, en el centro del mundo. Busco en el trópico, en el corazón de Colombia, entre el valle del río Magdalena y la cordillera de los Andes. Mariquita no está señalado. Marco un punto donde podría estar.
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Al caminar por cualquier centro urbano del mundo es difícil imaginar que se conserven espacios de tierra sin cemento, pero las casas en Mariquita todavía tienen patios con árboles, zarigüeyas, pájaros, hongos e insectos, cinturones verdes que se conectan con el Bosque Municipal. No obstante, la expansión urbana amenaza con devorarlos, como hizo con monos titís, toches pico de plata, tángaras larvatas y ardillas, quienes ya no se ven por estos corredores diezmados.
La palabra cemento me hace pensar en cementerio. No son palabras de la misma familia, no hay relación etimológica, pero las posibilidades de que la vida se manifieste quedan sepultadas debajo de él. Dicen que la cantidad utilizada cada año en el mundo para construir sería suficiente para levantar un cinturón alrededor de la Tierra. Es la primera vez que la mayoría de humanos vivimos en zonas urbanas, aglomerados, des-terrados. También es la primera vez que la vida de muchos humanos se extingue en las ciudades en completa soledad, sin que alguien las extrañe, sin que alguien se percate de su muerte.
Tres de la tarde, el sol calienta hasta los huesos. La casa de Adriana es antigua, paredes gruesas, techos altos, un corredor con baldosas de arabescos que comunica todas las habitaciones y al final, donde termina el cemento, renace la Tierra. El patio de Adriana es como asomarse por la ventana de un avión sobre la selva o sumergirse a ver corales, que son las selvas del mar, o como ver de cerca la corteza agrietada de un árbol, con islas de líquenes, montañas de musgos y bosques de helechos. Una coca, la planta sagrada de los pueblos andinos, ha crecido como un árbol. Palmas de Iraca se mecen con el viento que baja de la cordillera. Azulejos y mirlas chapotean en piedras ahuecadas con agua lluvia. De capachos de coco brotan orquídeas como estrellas de mar. Anturios resplandecen rojos entre la sombra. Lianas de curare y aristolochias abrazan un tatamaco y un madroño colombiano. Una fila de hormigas delinea un mapa de suelo fértil sobre la hojarasca. Hongos, mariposas de fuego, insectos, lagartijas transparentes, la vida titila luminosa como puntos de una constelación.
En el camino, imaginé que el patio de una bióloga sería un jardín de plantas organizadas y etiquetadas, pero en el patio de Adriana la vida nativa crece libre, se parece más a un bosque que a una colección. Estando acá dejo de sentir el vacío que no puedo definir cuando estoy en la ciudad. Negar la hermandad con los demás seres vivos nos separa de la naturaleza, nos ahoga en una carencia existencial difícil de nombrar.
Adriana me cuenta que los últimos ocho años ha salido de expedición en el territorio mariquitensis en busca de plantas nativas y endémicas en riesgo de extinción. Su propósito es reproducirlas en el patio para conservar al menos un individuo de cada especie y realizar estudios que contribuyan a su conservación. Expedición proviene del latín expeditio, que expresa el deseo de abrirse camino, franquear, vencer resistencias.
La palabra sepulcro no tiene antónimo. Pero la idea contraria se expresa en patios así, abiertos al cielo y la tierra, oasis para la vida que resiste la presión urbana, oportunidades para reanudar el diálogo ancestral entre seres humanos y no humanos, luces en tiempos de extinción.
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Adriana ha recorrido el bosque municipal desde niña, creció acompañando en caminatas y exploraciones a su padre, don Orlando, quien durante mucho tiempo fue cazador, pero ser testigo de la destrucción del bosque y la desaparición de la vida lo llevó a compartir su conocimiento, a convertirse en protector y guardabosques. Juntes han comprendido la íntima relación entre lo existente, el equilibrado caos que une la vida del planeta como a un solo organismo.
En 1967 la científica Lynn Margulis propuso una teoría revolucionaria que nos condujo a replantear la interpretación de la teoría darwiniana sobre la evolución de las especies. Margulis logró establecer que la cooperación entre seres vivos es la base de su organización y uno de los detonantes evolutivos más potente. El poder de la vida no reside en el más fuerte, inexacta interpretación de los darwinistas sociales, sino en la simbiosis, en el soporte de la cooperación, en la riqueza de la vida en comunidad.
Esta nueva perspectiva llevó a Lynn Margulis a apoyar la teoría Gaia del químico atmosférico James Lovelock. Según esta teoría, la vida en la Tierra se sostiene gracias a la interdependencia de los ecosistemas, fenómenos y organismos que conformamos la Tierra. Se trata de una capacidad de autorregulación planetaria similar a los mecanismos del cuerpo humano para mantener una temperatura constante.
En La nación de las plantas, el neurobiólogo vegetal Stefano Mancuso, recogiendo la “Teoría endosimbiótica” de Lynn Margulis y la “Teoría Gaia” de James Lovelock, nos recuerda que: “La fuerza de las comunidades ecológicas es uno de los motores de la vida en la Tierra. A todos los niveles, tanto microscópicos como macroscópicos, son las comunidades —entendidas como relaciones entre seres vivos— las que permiten la continuidad de la vida (…) Las comunidades son la base de la vida en la Tierra.”
En tiempos en que ni don Orlando ni Adriana conocían las teorías de Margulis y Lovelook, ya habían llegado a la misma conclusión: el planeta Tierra se comporta como un gigantesco ser vivo y todes sus seres hacemos parte de una misma comunidad, de un mismo súper organismo.
Don Orlando y Adriana se sienten tan mariquitensis como todes les demás seres que evolucionaron en este punto de la Tierra, se saben parte de la Tierra.
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La perfecta simbiosis del bosque conmueve a Adriana como cuando era niña. Escucharla me hace recordar a la ecóloga forestal Suzanne Simard. En una charla que vi en internet, Suzanne cuenta que de niña acompañaba a su abuelo al bosque y que un día, mientras lo observaba cavar un hueco para rescatar a su perrito que había caído, se sorprendió al ver las raíces de los árboles hilados como una red entre la tierra. Años después, siendo investigadora, Suzanne comprobaría que lo que había visto era la red de comunicación del bosque, el camino biológico de hongos y micorrizas que permite que árboles y plantas se comporten como un solo organismo.
Cuando caminamos por el bosque y vemos hongos, realmente vemos solo una parte de ellos, subterráneamente su micelio se expande sobre las raíces en una simbiosis mutualista de interacción. El micelio conecta árboles y plantas del bosque, es el puente para intercambiar recursos, nutrientes e información.
Durante sus investigaciones, Suzanne Simard y su equipo pudieron observar que las plantas se envían mensajes químicos de peligro y que cooperan entre ellas, como el árbol de abeto que estuvo aislado del suministro de agua, pero sobrevivió durante años gracias a que árboles vecinos le enviaron lo necesario. También comprobaron que los árboles madre nutren las jóvenes plántulas del sotobosque mientras alcanzan la luz necesaria para elaborar su alimento, crean un marco alrededor de sus hijos que reduce la competencia de sus propias raíces y, antes de morir, envían mensajes de sabiduría a la siguiente generación.
Al igual que el planeta Tierra, los bosques no son sólo un conjunto de árboles con procesos vitales individuales, los bosques se comportan como un solo organismo que se comunica a través de la red de hongos que conecta todas las raíces. En la red micelar subterránea reside la inteligencia de los bosques, la fortaleza de su comunidad vegetal.
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Las expediciones de Adriana han acompasado sus pasos con el latido de la savia, del planeta. Ha visto crecer el follaje buscando el sol, ha seguido los caminos de cielo que dejan los árboles entre sus copas, aprendió a conocer plantas, animales, hongos, insectos. Pero fueron las flores quienes le causaron más curiosidad ¿Por qué tienen tantas formas? ¿Qué determina su aroma, su color?
Siguiendo la ruta de minúsculos pioneros adheridos a piedras y acantilados, la vida emergió del mar a la superficie, el planeta se hizo verde y el cielo azul. Al principio, las plantas le confiaban sus semillas al aire y al agua, pero su ingenio se hizo flor. Se cree que las primeras plantas florecieron hace ciento cuarenta millones de años en el trópico, donde el sol alienta la vida todo el año. Los seres vegetales más antiguos de la tierra, como musgos, helechos y pinos, ya eran hogar y alimento, pero la inteligencia de las flores fue el lazo de correspondencia entre las plantas y los demás seres vivos, la comunión de los ecosistemas.
Por esta razón, encontramos flores como la victoria regia amazónica que despliega su flor blanca con olor a fruta madura con el fin de atraer escarabajos que aprisiona en la noche para que dejen el polen que traen de otras flores y los impregnan de su propio polen al salir, o la flor cadáver que sabe oler a carne descompuesta para atraer a las moscas que la polinizan, o la orquídea abeja que se disfraza de hembra para atraer a los machos, o las bergamotas y mirtos que emiten colores ultravioleta brillantes para guiar a sus polinizadores.
Gracias a las flores se estrecharon las relaciones de mutuo beneficio entre los seres, se detonó la diversidad de las comunidades, se unieron nuestros caminos evolutivos.
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Una mañana de 2016, Adriana se adentró en el bosque, la música estruendosa de la última casa que lo invadió quedó atrás. Sintió aves, ranas, viento entre el follaje, el agua naciente, sus pasos entre raíces, hongos y ramas secas. Vio semillas de guayacán flotar como alas de mariposas. Dibujó un yarumo junto a un microbosque de líquenes en una roca. De pronto, las lianas sobre un árbol le recordaron la iconografía de la Passiflora mariquitensis pintada por Matiz, a quien Alexander Humboldt llamó el mejor dibujante de flores del mundo. También se le pareció a los especímenes que recolectó con su padre y el profesor John Ocampo en el año 2014, pero como esta vez tampoco tenía flores no podía estar segura de qué planta se trataba, así que se acercó, pidió permiso, tomó un esqueje y lo sembró en el patio de su casa.
Las flores son el sello que identifica a las plantas. Las hojas varían mucho, pero la estructura floral es más estable. Para saber a qué especie pertenece una passiflora es necesario ver la flor, pero no es fácil por su naturaleza efímera, por eso encontrar fósiles de flores es tan difícil como passifloras endémicas en peligro de extinción.
Adriana cuidó el esqueje como a un hije. Llevó un diario con sus observaciones, preparó enraizantes, abonos orgánicos, pasó a un recipiente los huevos que las mariposas dejaron en sus hojas, los vio eclosionar, ser orugas y volar. Vió cuando el tallo dejó su solidez vertical para soltarse en lianas sobre un tomate de árbol de tierra caliente.
Una mañana de octubre de 2019, tres años después de haber fijado el esqueje en su patio, encontró los primeros botones, su corazón latió más rápido, sus ojos se hicieron agua, por fin podría confirmar sí se trataba de la planta dada por extinta. Al día siguiente, pétalos blancos se abrieron como una falda desde un cinturón de flecos dorados, sus anteras se alzaban como bailarinas hacía el sol. Adriana sintió como si estuviera en el centro del mundo y el bosque se moviera hasta ella haciendo converger en su patio los rumbos de todas sus expediciones. Se sintió unida a lo existente, como si también floreciera. Era la Passiflora mariquitensis. La noticia de su reaparición fue nacional.
Ese mismo año, durante excavaciones que buscan comprender las reacciones de los bosques durante otros periodos de calentamiento global, la paleobotánica colombiana Mónica Carvalho encontró el fósil de una flor.
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Cuando conocí a Adriana le pedí que me contara su historia con la Passiflora mariquitensis. Hablamos varias tardes de sus expediciones, del amor por las flores, por la Tierra y del impulso que la obliga a perseverar. También de la tristeza y la impotencia. Encontrar la Passiflora mariquitensis, reproducirla en su patio, verla en artículos de prensa, no garantiza su supervivencia, ni la de su bosque ni su comunidad, todes están extinguiéndose justo en estos momentos, mientras escribo estas palabras.
La Passiflora mariquitensis es una planta endémica, un ser vivo que evolucionó en un solo punto del planeta: el Bosque Municipal de Mariquita. Aunque fue declarado Reserva Natural en 1960, las construcciones humanas han invadido más de 500 hectáreas, quedan sólo noventa. Las órdenes de la justicia colombiana para que se recupere el bosque y sean reubicadas las viviendas de los seres humanos que allí habitan, sin servicios públicos, sin seguridad ni legalidad, siguen sin cumplirse.
Adriana siempre se pregunta, ¿cómo sería la Passiflora mariquitensis en su hábitat endémico? ¿Quiénes se alimentarían de su néctar y sus frutos? ¿Quiénes esparcirían sus semillas? ¿Con quiénes recorrió el camino evolutivo que la hicieron ser cómo es? ¿Qué vacío deja en la comunidad del bosque, en la comunidad de seres vivos que habitamos este territorio?
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Una tarde de septiembre recibí una llamada, la Passiflora mariquitensis había florecido de nuevo. Yo también la pude ver. Sus lianas tejieron un camino de enredaderas hasta la copa del árbol de tomate y florecieron como cascada que cae sobre la tierra. Me estremeció su existencia. Avispas y un colibrí la rodeaban. Pensé en los caminos que nos trajeron a todes hasta ella. Tal vez queden semillas y Adriana pueda intentar, una vez más, que la vida germine a un paso de la oscuridad. Hasta ahora no lo ha logrado. Ella sabe que las plantas que sobreviven lejos de su comunidad natural son como islas estériles, expresiones de la vida condenadas a desaparecer, como las palmas de cera que, entre potreros, esperan la muerte sin descendientes, lejos de sus bosques de niebla, de sus loros orejiamarillos, de los escarabajos que evolucionaron justo para trasladar sus semillas.
Es cierto que los eventos extintivos hacen parte de la historia de nuestro planeta, pero nunca se habían perdido tantas especies en un lapso tan breve como en nuestro tiempo, el antropoceno. Ignoramos que la extinción masiva no sólo desarticula el funcionamiento de los ecosistemas, sino que esos ecosistemas son los proveedores de los servicios vitales que sostienen la vida humana. A pesar de la información que circula, seguimos perdidos en imaginarios autodestructivos de consumismo y desarrollo, sin tener en cuenta que la misma causa de la extinción de la naturaleza también desplaza grupos humanos de sus territorios y destruye la diversidad cultural. Como lo explica el etnobotánico Wade Davis, la mitad de los idiomas del mundo están en peligro de extinción y “Un idioma, desde luego, no es únicamente una serie de reglas gramaticales o un vocabulario. Es un destello del espíritu humano, el vehículo por medio del cual el alma de cada cultura llega al mundo material. Cada idioma es un bosque primitivo de la inteligencia, un hito del pensamiento, un ecosistema de posibilidades espirituales”.
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Vuelvo a mi casa de noche. Enciendo las luces. Tomo la esfera con forma de planeta Tierra, el punto que había señalado parece tan pequeño, pero toda esfera necesita cada uno de sus puntos para ser, como cada ser vivo necesita su comunidad y su punto en el mundo para existir.
Todes hacemos parte del macro sistema planetario que, como un organismo individual, necesita de la interacción completa para autorregularse, para mantener su homeostasis planetaria. La Tierra, Gaia, todes perdemos algo vital con cada especie que desaparece, la extinción rompe la simbiosis evolutiva, apaga un punto luminoso en la constelación de la vida. Apagar el fuego, hacer cesar la luz, eso significa en latín exstinguere, el origen de la palabra extinción.
Vista desde el espacio, la Tierra también parece solo un punto, nuestro punto endémico, el único punto conocido capaz de sostener la vida.
EL MUNDO va a acabarse antes que la poesía
y habrá nombres
para diferenciar el olvido de la fauna
del olvido de la flora.
La palabra esqueleto solo se referirá a los restos humanos
porque habrá una forma particular
de describir el conjunto de huesos
de cada especie extinta.
Habrá un nombre para designar la última chispa de fuego,
un nombre primitivo como el del maíz,
y otro para la transparencia del río
que muchos se habrán lanzado a atrapar
al confundirla con sus almas.
Las crías nacidas ese día no se tendrán en cuenta,
pero la palabra parto sustituirá la palabra ironía que ya
habrá sustituido la palabra tristeza.
Y habrá un léxico de adioses,
porque se dirán de tantas formas
que llenarán un libro entero, que es lo que quedará del amor,
de la literatura.
El mundo va a acabarse antes que la poesía
y la poesía continuará afirmando su devoción
a lo perdido.
Tania Ganitsky
Del libro Desastre lento
Referencias
Mancuso, Stefano. (2020) La nación de las plantas. Galaxia Gutemberg.
Davis, Wade. (2019) Los guardianes de la sabiduría ancestral: Su importancia en el mundo moderno. Sílaba Editores.