Como casi todas las cosas que importan, el cadáver exquisito empezó como un juego. Para los surrealistas, cuyo arte principal consistía en vivir, era una oportunidad magnífica para hacer por hacer, libremente. De un juego de salón surgió un juego de creación, de “liberar la actividad metafórica de la mente”, en palabras de André Breton(1). Luego a Breton se le pegarían mañas del control, la definición y la autoridad, como a muchos artistas cuando olvidan cómo jugar, pero por ahora estamos en 1925 y “el irrespeto universal era la norma”. La posibilidad del juego era mirada con recelo, quizá porque subraya la fragilidad de las reglas con las que operamos casi todo el tiempo.
“Le cadavre exquis boira le vin nouveau”: el cadáver exquisito beberá el vino nuevo. Ese fue uno de los primeros resultados del juego, que consiste en que cada participante suma un elemento al del jugador anterior, que solo él puede ver; dobla el papel y lo pasa al siguiente, que contribuye su parte y oculta la del anterior, y así sucesivamente. Ya sea un verbo que sigue a un adjetivo, o una mano que brota de un brazo inacabado, el resultado es que todos crean juntos algo imposible de planear o imaginar por cuenta propia. El placer no está en un resultado, sino en el juego. En crear por crear, hacer por hacer.
Ahora bien, no hay que olvidar que uno de los nombres del juego de salón original era “Consecuencias”. Lo que ponemos en la página las tiene; lo que no, también. Ya no está de moda invocar inspiración divina para justificar el interés en crear arte (en cualquiera de sus formas), pero el hambre que lo impulsa todavía tiene algo de indefinido. Lo único que tiene claro es que nunca será saciada. La bailarina Martha Graham decía que no había satisfacción, ninguna, nunca(2).
Puede consumirlo todo: incluso llega a ser caníbal. Cuando a Nabokov le preguntaron qué hacía cuando no escribía, dijo: “No pertenezco a ningún club ni grupo. No pesco, ni cocino, ni bailo, ni recomiendo libros, ni firmo libros, ni firmo declaraciones conjuntas, ni como ostras, ni me emborracho, ni voy a la iglesia ni al psicoanalista”(3). ¿Qué hacía, entonces? Componer oraciones como esta así, como si nada, lo cual ya es bastante.
Si las ganas de crear son así, y devoran al propio cuerpo que las siente, ¿es posible esquivar aquella otra idea pasada de moda, la del artista como ser sufriente? Sin duda, gran parte del asunto de escribir una página o tomar una foto está en padecer la mayor parte del día, ya sea por no poder cerrar la libreta o no poder cerrar los ojos, pero la mayor parte del tiempo, la inquietud es placentera. Una mujer mira hacia alguna parte y uno piensa en lo que ella piensa, mira con ella, la fotografía, la escribe. Una cosa lleva a la otra.
Gran parte del trabajo de crear, ya sea con la cámara o con el lápiz, es justamente pasar de una cosa a otra, casi siempre, sin saber a qué. El gesto de un hombre que vemos en una camioneta nos recuerda al de otra historia, en otra parte: uno que caminaba por un lote baldío, digamos, o al guarda que nos vigilaba tras el graffiti. Pasamos la vida “encendiendo un cigarrillo con la punta del otro”, citando a Carlos Cortés, que citaba a Blas de Otero, saltando de una cosa a otra.
Un poeta nos lleva a otro, una foto a la siguiente. La gracia de un juego como el cadáver exquisito es que libera al participante de ese peso insoportable de tener que decir algo. Lo que emocionaba a los surrealistas, dice Breton, era que la creación compartida llevaba la marca de algo que no podía ser creado por un cerebro solo. Dispersa la autoría, se deshacen nudos como el de la responsabilidad o el de “tener un objetivo”. Queda la mano sobre el papel dispuesta a continuar la sugerencia de un brazo o de una boca que el jugador anterior nos pasa en secreto.
Si pensamos en una foto tomada en la calle de alguna de nuestras ciudades saturadas, podemos encontrar en ella infinidad de sugerencias de posibles dibujos que pueden ser continuados, miembros de cadáveres exquisitos, algunos destinados a permanecer cercenados. Otros brotan deformes. Otros riman con inusitada gracia. De alguna manera, una foto devora a la otra, crece en la otra como un parásito… y sigue adelante. Las impulsa el hambre, el algo más, la difusa resonancia de una imagen dentro de la otra que sigue girando en espiral. El cadáver exquisito jamás se saciará del vino nuevo.
Referencias:
(1) Catálogo de la exhibición Le cadavre exquis: son exaltation, en La Dragonne, Galerie Nina Dausset, París, 1948.
(2) Agnes de Mille (1991) Martha: The Life and Work of Martha Graham, Nueva York: Random House Inc.
(3) Strong Opinions, 2011 (1973), Londres: Penguin Modern Classics.