Nací en la década de los 80, cuando Costa Rica, impulsada por una inyección de capital estadounidense(1), se lanzó al mundo como un destino turístico, ocupando en poco tiempo el primer lugar en la categoría de eco-turismo. Recuerdo esto con mucho orgullo.
Gracias a mis padres, desde pequeño me mantuve siempre en contacto con la diversidad natural del país. Como era típico en algunas familias ticas, los fines de semana había que inventarse un plan, en mi caso eso significaba ir al Volcán Poás y pasar por la Catarata de La Paz, ir al Parque Nacional Cahuita y bañarse en el arrecife al final del sendero, o cualquier otro paseo a un lugar de belleza natural que nos mantuviera activos y entretenidos. Estas experiencias quizá fueron las que sembraron en mí la necesidad de comprender mejor nuestra relación como ticos con la naturaleza y con todo el imaginario que la rodea.
Viviendo en un país turístico, que hoy protege más del 25% de su territorio y que quiere convertirse en el primero en el mundo en ser “carbono neutral”, es imposible no sentirse orgulloso y tener muy interiorizado todo ese “imaginario verde” que nos hace famosos a nivel mundial. Sin embargo, detrás de ese “orgullo” la realidad choca con esa imagen proyectada, la línea que las divide se vuelve confusa y es ahí donde surgen las contradicciones, las preguntas y las críticas: ¿en realidad nos importa la naturaleza? ¿la respetamos? ¿o solo lo hacemos respondiendo a una necesidad económica?
Nos sentimos orgullosos de nuestra biodiversidad, pero en el 2010 llegamos a ser el país que más agroquímicos consumió en el mundo, y a pesar de esfuerzos del Ministerio de Agricultura por educar a agricultores en la implementación de estos productos , todavía hoy se dan casos de intoxicación por agroquímicos en zonas aledañas a monocultivos. La indiferencia de las compañías y del Estado por solucionar esto resuenan en los testimonios de vecinos de estas plantaciones que, en algunos casos, indican tener hasta 8 años de estar esperando soluciones al problema de las fumigaciones.
En los brochures turísticos y en las tiendas de souvenirs, es común encontrarse con alguna imagen que promocione algún elemento de nuestros pueblos indígenas. Los mismos pueblos que hoy están por debajo de la línea de la pobreza y cuyas cosmovisiones fueron excluidas en la formación de la identidad costarricense durante el siglo XIX e inicios del XX. influido por el pensamiento eurocentrista liberal, el concepto de la naturaleza en nuestra idiosincrasia adquirió un valor preponderantemente mercantil y poco nos quedó de aquel vínculo ancestral indígena que hoy es tan exótico para la mayoría de los ticos como lo es para un turista.
A estas contradicciones se les suma el aleteo de tiburón, la discusión sobre minería a cielo abierto y explotación petrolera, la pesca de arrastre y de especies en peligro como el tiburón martillo, la contaminación de los ríos y la impunidad a asesinatos de ambientalistas, que convierten la proyección “verde” del país en una ilusión, una fantasía que nos ha puesto en alto a nivel mundial y que hoy nos mantiene económicamente. ¿Qué ocurrirá cuando el turismo no sea ese “ingreso” continuo y deje de ser la justificación para conservar? ¿pasará a segundo plano el conservacionismo y toda su parafernalia?
Una posibilidad es que volvamos a un conservacionismo estrictamente utilitario como el que existió en el país a finales del siglo XIX y principios del XX, donde la preocupación del Estado por la pérdida de recursos o por no obtener ningún beneficio de su explotación era latente, especialmente con la madera (3). No fue hasta que la ecología moderna tomó fuerza a nivel mundial, a mitad del siglo XX, que el país decidió orientar sus esfuerzos en esa dirección: se fundaron los Parques Nacionales y el turismo se convirtió en su principal fuente de ingresos. ¿El conservacionismo dejó de ser utilitario? No lo creo, pero estos hechos históricos que menciono son piezas fundamentales para entender el “por qué conservamos” y cómo nuestra identidad ha sido forjada para encajar en este modelo de desarrollo que es vulnerable a cualquier cambio en la economía mundial y que propone una conservación superficial en lugar de un modelo que implique una genuina preocupación por la naturaleza.
Soy consciente que todo este proceso que describo no fue así de sencillo y hubo muchos otros actores en el proceso. Creo que aunque no existió una preocupación genuina del Estado y sus gobernantes por proteger la naturaleza, sí existieron y existen individuos que tomaron la iniciativa estatal como una oportunidad para avanzar la causa ecologista en el país. Es inspirador encontrar esas historias de luchas ambientales que se han dado en el territorio, que a pesar de que el oficialismo las oculta, son parte de nuestra historia; y me gusta pensar que poco a poco se adentran en nuestro imaginario. Mi intención aquí no es desmantelar el discurso verde que el Estado ha construído, sino de reflexionar sobre él para que nuestra relación con la naturaleza pueda verdaderamente reflejar un vínculo genuino, justo y coherente con ella.