Un niño se suelta de la mano de su mamá y se cuela por entre las piernas de una multitud que hierve como hormiguero. Nadie se queda quieto ni por un instante, por lo que el chiquillo pronto se encuentra con que tropezó con destino distinto del que esperaba.
Varios lo vemos, pero en tal desorden, está destinado a ser protagonista de una historia breve y alegre como miles más que ocurren a la vez. El niño ha tropezado con una bailarina, una artista vernácula del swing criollo que detiene sus piruetas imposibles para no golpear al pequeño invasor del escenario. El público, reunido por su baile magnético, le aplaude y ríe; ante la conmoción, la madre al fin encuentra al chico y se lo lleva arrastrado.
Los festejos populares de Zapote, ese hormiguero accidentado, surgen como de la tierra solo una vez al año, el 25 de diciembre, y sirven de puente para el nuevo ciclo. Bien dicen que acaban por ahí del 38 de diciembre.
Empezaron a realizarse en 1969 y parte de sus atracciones parecen traídas desde ese año; eso es parte de su encanto, porque en Zapote no existe la moda, no transcurre el tiempo, no cambiamos. Una vez que uno prueba el algodón de azúcar, quizá a los cinco años, vuelve una y otra vez al mismo puesto, la misma noche helada sin estrellas, ocultas por el pequeño incendio de montañas rusas, carruseles y bares en torno al redondel de toros, donde se persiguen animales y se arriesga la vida. Así es la memoria, débil ante el imán de los placeres.
Hay muchas formas de recorrer el laberinto de las fiestas josefinas (el laberinto, eso sí, se ensancha o se estrecha según el año). Perderse es fácil, así que uno concuerda verse con sus amigos frente al bar La Caribeña, o si la multitud es muy grande, lejos del campo ferial, en un banco o una tienda en las calles principales.
Alguno del grupo sabe, más o menos, la dirección que lleva: hacia la Tagada, que siempre está al fondo del alboroto. De camino realizarán tres paradas: la primera por cerveza, congelada y servida en vaso plástico; la segunda, por vigorón, feliz encuentro de varios excesos; la tercera, para sorprenderse de que alguien se monte en el altísimo martillo giratorio o en el “barco pirata”, que navega hasta el cielo zapoteño solo para devolverse de golpe al muelle de arena, birra, cumbia y toros.
Pero al final llegan a la atracción más inexplicable, o tal vez más primaria de todas: la Tagada, un disco giratorio diseñado para que sus ocupantes brinquen, se golpeen, caigan al suelo, rueden… todo frente a un público aglomerado frente al escenario, cerveza en mano, niños en brazos, con el olor agrio del baño público y de sudor ajeno atenuado por el viento helado. Algunos más se atreverán a subirse, pero la gracia está en ver a los demás sufrir; a veces, el dolor se junta en el extremo con la alegría.
Es natural que tal cosa ocurra en unas fiestas que funcionan como una válvula de escape monumental. A Zapote se va a hacer y ser cualquier cosa. Hay algo del pasado: las corridas de toros, traídas de otra época cuando San José estaba menos alejada del mundo rural. Hay algo del futuro: una mezcla inédita de gente que se revuelve con más afán cada año, como las bailarinas ataviadas de lentejuelas, las drag queens vaqueras, las familias que no sabrían qué otra cosa se hace en diciembre y las que nunca vinieron. Una lección de democracia en torno a las manzanas escarchadas. Una democracia imperfecta, como todas, que de pasillo en pasillo puede reventar en ebria violencia o en pasión desbocada.
Con los años, asistir a las fiestas de Zapote se ha encarecido sin parar. Para una pareja con dos hijos, asistir al redondel, comer y disfrutar un rato puede resultar prohibitivo. No es improbable que tal inflación llegue a sofocar las fiestas, pero eso ya ha pasado antes. Zapote se infla y se desinfla como los toboganes portátiles.
Nadie se privaría, sin embargo, de asomarse aunque fuera un ratito al más bello de los paisajes josefinos. Como si fuera un espejismo, solo se puede percibir a cierta hora y con cierta luz. Apenas oscurece y, con el cielo diluyéndose en negro, el neón de los caballitos y las montañas rusas se enciende e inunda el campo ferial, los rótulos luminosos de “arroz cantonés”, “pupusas” y “carnitas” hierven como el aceite en las pailas. Los cuidacarros, con colorinches en las manos, aglutinan a los visitantes en pocas calles, pero casi todos llegan a pie.
Frente a La Caribeña, una familia enfundada en jackets coloridas se toma una foto con la aldea de toldos de fondo. Justo sobre el redondel, por un rato, se asoma la luna. Cuando ya es noche profunda y el mar de gente inunda los toldos con piso de madera y empieza a bailar y besarse, los niños suben al barco pirata y, con los ojos cerrados, sienten un hueco en el estómago justo cuando zarpan hacia arriba, arriba, arriba, hasta casi verlo todo, el rojo, el verde, el azul, los toros, los chicharrones, la vida.