Kilómetros de autopista conectan las grandes ciudades de Estados Unidos con los famosos parques nacionales. Al llegar a ellos, el sentimiento de haber dejado atrás la artificialidad de la ciudad para adentrarse en ‘la naturaleza’, es inevitable. Es difícil notar, en medio de los magníficos paisajes, que la ‘experiencia natural’ que vivimos en estos lugares ha sido tan humanamente diseñada como las ciudades de las que huímos; y se nos escapan aún más las profundas implicaciones filosóficas de este diseño.
Desde hace más de 100 años, bajo el lema ‘tierras públicas para el beneficio y disfrute de todas las personas’, parques como Yosemite en California han sido estandarte del movimiento conservacionista. Las figuras de parque nacional o área protegida han sido alabadas como una de las acciones más visionarias del siglo XIX y XX. Sin embargo, más allá de la preocupación por la naturaleza, la historia de estos conceptos está marcada por el característico antropocentrismo de la modernidad.
La historia de Yosemite, la primera área protegida en el mundo, tal como las conocemos hoy, está directamente asociada a la fiebre del oro en California y la consecuente industrialización y masacre indígena que ésta provocó. Tras el descubrimiento del oro en la costa oeste de EE.UU. miles de ambiciosos estadounidenses se movilizaron de una costa a otra, atravesando la Sierra Nevada, en busca del codiciado metal. Muy pronto surgieron choques territoriales entre los indígenas de la zona y sus nuevos colonos. En menos de medio siglo el hombre blanco asesinó y desarraigó a miles de indígenas del oeste hasta exterminar sus naciones. Para 1855, Yosemite ya era territorio blanco y la fama de su grandeza paradisíaca se había extendido al punto de organizarse las primeras giras turísticas a la zona. Es decir, la región dejó de ser hogar para convertirse en zona de recreación.
Este emprendimiento turístico se convertiría en uno de los principales motores que darían valor a esta área. Añadido a esto, los atributos de virginidad y estética natural se sumaron al discurso de quienes defendían la preservación de esta zona ante la violenta industrialización y extracción de recursos que se alzaba en el oeste. En 1864 Abraham Lincoln firmó un decreto designando la protección de Yosemite, siendo esta la primera vez que se trazaba un límite con la intención de ‘proteger’ la naturaleza. Más tarde, en 1890, John Muir y el grupo de Sierra Club lograrían concretar el status de la zona como Parque Nacional. Desde entonces, la figura de los parques nacionales se asoció tanto a los conceptos de prístino y eterno, como al de orgullo nacionalista; receta que rápidamente fue exportada al resto del mundo.
Muchísimos parques nacionales alrededor del mundo comparten una historia similar de expropiación indígena, colonialismo y designación territorial a nivel gubernamental; siguiendo criterios exclusivamente estéticos para su declaración. No fue sino hasta los años 80s que el término de ‘biodiversidad’ vino a reemplazar las elitistas percepciones estéticas como fundamento y justificación para las áreas protegidas.
La salvaje extracción de recursos y destrucción de tierras que vió el siglo XX, hizo que estas zonas protegidas se convirtieran en los últimos hábitats con altas concentraciones de biodiversidad, enfatizando así la necesidad de su protección. Ante la realidad extraccionista e industrialista en que vivimos, los parques resultaron ser en efecto una visionaria acción para preservar, al menos, algunos espacios para el resto de las especies (a pesar de su oscura historia).
Aun así, más allá de su efectividad, la herencia de los parques carga también con aspectos filosóficos en torno a la forma en la que el ser humano moderno ha organizado su relación con la naturaleza en esta época industrial. El borde que delimita las áreas protegidas es, de cierta forma, símbolo del límite dualista que se ha establecido entre el humano y el resto de la naturaleza, posicionándolo por encima, como maestro y administrador de todas las cosas. Esta ética sin embargo, está siendo fuertemente sacudida por las circunstancias ambientales actuales que muestran la innegable conexión entre todo lo que habita nuestro planeta. El impacto desmedido del ser humano moderno en su entorno está evidenciándose más que nunca en la retroalimentación del ecosistema, que está reaccionando de maneras que cada vez más escapan a la anticipación humana.
Ante dichas circunstancias, el dualismo mencionado anteriormente ha caído bajo un duro escrutinio por muchísimos científicos naturales y sociales. La ética de trazar líneas entre el ser humano y la naturaleza como dos entes desconectados y jerarquizados, requiere un replanteamiento, como el que desde hace ya tiempo le han dado el eco-feminismo, la ecología profunda e incluso las culturas animistas. Los parques nacionales, como una de las principales manifestaciones modernas de la relación entre el ser humano y la naturaleza, no deben ser la excepción a este replanteamiento. Si bien por más de un siglo cumplieron una innegable función de salvaguardar hábitats de la destrucción industrial, su fundamento filosófico se basa aún en una ética de división y de priorización de la élite humana, lo cual ha implicado un alto costo: la fragmentación de ecosistemas, la exclusión de pueblos originarios y la enajenación del resto de las especies no-humanas.
El impacto, la comodidad y la expansión a las que el ser humano moderno se ha acostumbrado, ha llegado incluso a las zonas donde el mismo se jacta de ‘proteger’ a la naturaleza, dejando trazos imborrables. Para que estas áreas protegidas cumplan hoy una función unificadora, deben ser re-pensadas ética y filosóficamente como manifestaciones de una civilización que no ha sido capaz de convivir de forma justa con el resto de las especies, sino que se ha basado en una enajenación de los ‘otros’ (humanos y no humanos) en su propio mundo. Los parques son las esquinas donde hemos relegado a ‘la naturaleza’ mientras devoramos desconsideradamente el resto del planeta. En una civilización verdaderamente en coexistencia con todas las especies, ¿sería acaso necesaria una designación tan restringida y abrupta, del lugar para cada una de ellas?