Estaba parado al borde de la carretera que conecta Dominical con San Isidro de Pérez Zeledón, decidí detener el carro y subirlo, quizás porque su apariencia rozaba lo fantástico, y me recordaba a uno de los personajes preferidos de mi infancia: el “Mago Merlín” de La espada en la Piedra, con su pelo largo y blanco y una barba luminosa extendiéndose hacia el pecho. Don se subió al carro descalzo, me dijo que había preferido usar sus zapatos naturales desde hacía años, también me dijo que iba hacia Alajuela a visitar a un amigo que se había quebrado la cadera y que tomaría bus de San Isidro a San José. En el dash del carro había un libro que un amigo había puesto ahí: “Be Here Now” fueron las palabras que le escuché a Don leer de la portada, le pregunté que si lo había leído y me dijo que no pero que tal vez sabía de qué trataba. Le mencioné que me interesaba preguntarme quién era yo y aprender a vivir en el instante, su respuesta a esto fue sin duda lo que detonó el inicio de una amistad que ha ido creciendo desde esa mañana del 2013 hasta el día de hoy: “Tal vez no hay que aprender sino desaprender”.
Después de ese encuentro, decidí atender a uno de los talleres gratuitos que Don facilitaba en una casa que cuidaba en Platanillo de Barú. “Embracing the Shadow” era el nombre del taller. En él otros participantes y yo nos comprometimos a pasar la mayor parte del tiempo en silencio absoluto y no hacer contacto visual con los demás. Recuerdo sobretodo un ejercicio que consistía en sentarse frente a otro participante y, viéndolo a los ojos, repetir la oración “Yo soy” y cada vez había que agregarle un adjetivo o cualidad nueva a la oración; esto se extendió por aproximadamente quince minutos. Esa fue la primera vez en mi vida que pude ver con claridad, detrás de cuántos conceptos y palabras escondía mi temor a admitir que no sabía quién era yo, y que cada palabra que le agregara al “yo soy” no era más que un intento a definirme. Al final lo único que prevaleció durante esta dinámica era la certeza del “Yo soy”, lo demás se hacía y deshacía a cada nuevo intento.
Por mucho tiempo, yo no supe quién era Don, no sabía nada de su pasado ni de dónde venía, no conocía qué había iniciado su búsqueda, ni su decisión de estar ahí ofreciendo ese servicio a los demás. En una de las visitas que hice a la casa de Platanillo le pregunté. Me dijo que uno de los primeros pasos que dio rumbo a su transformación fue en Alcohólicos Anónimos, se refería a una sesión en específico en la que tuvo una conversación y expresó sentirse sin esperanzas de trascender su condición porque creía que Dios estaba enojado con él, a lo que uno de los colaboradores respondió que tal vez su concepto de Dios era el obstáculo y no Dios en sí.
Hace 9 años, Don decidió renunciar a su vida en Texas, USA. Cuenta que tenía un sueño recurrente en el que se veía a sí mismo caminando de espaldas hacia el borde de un acantilado, alejándose cada vez más de todo lo que él creía ser, sabiendo que iba a caer en lo desconocido y solo se aferraba a una confianza en que la caída iba a ser en realidad el inicio de su libertad. Vino a Costa Rica con un pequeño bulto, una guitarra y una computadora portátil buscando comunidades auto-sostenibles que se estuvieran estableciendo en el país; sin embargo nunca encontró algo que le atrajera. Consiguió un trabajo como cuidador de una propiedad en la zona donde aquel día me sentí guiado a detener el carro.
A inicios del año 2014 yo estaba casi terminando mis estudios en la universidad y me sentía presionado por encontrar algún trabajo, pero también sabía que no era lo que yo quería hacer, sino que quería apaciguar un juicio internalizado que me exigía lograr eso que muchos otros llamaban independencia; y que me parecía casi un requisito para continuar encajando. Cómo buscaba también por internet, un día recibí un correo sobre un voluntariado de seis meses en Richmond Vale Academy de San Vicente y las Granadinas, país bastante desconocido en el Caribe. Lo que más me atraía era que implicaba vivir en comunidad con personas de diversas partes del mundo. Para mí era muy importante enfrentar algo tan alejado de mi realidad, por lo que no dudé en pedir apoyo de mi familia para irme en Noviembre de ese mismo año.
Llegar a la academia fue como entrar en contacto con una parte de mí mismo que estaba dormida. Sentí que pertenecía a la vida en comunidad y que en realidad la mayoría de los que estábamos ahí, más allá de los títulos universitarios o profesiones que teníamos, en el fondo no sabíamos lo que queríamos hacer con nuestras vidas.
Me empezó a llamar la atención algo que se repetía siempre a la hora de comer. La dinámica consistía en servirnos un plato y sentarnos en las mesas del salón común para compartir, pero había una muchacha que siempre abandonaba el salón luego de servirse y se iba a comer sola a su cuarto. Interpreté esto como timidez, tal vez porque me sentí identificado pues desde niño he sido bastante tímido y he optado por estar solo y en silencio.
Con el tiempo supe que la muchacha se llamaba Natsuko, y que venía llegando de Belice en donde había estado durante seis meses haciendo trabajo social en una de las zonas rurales. Como era japonesa entablé conversación con ella preguntándole si conocía a Kurosawa, o contándole sobre la gran influencia que Dragon Ball Z había tenido en mi niñez. Construímos una gran amistad casi desde el inicio.
Durante sus primeros cuatro años de universidad en Yamanashi de Japón, Natsuko se pasaba el día cursando la carrera de biotecnología y al terminar las clases viajaba dos horas en tren hacia la zona en la que vivía para alistarse y asistir a su trabajo como mesera en Starbucks, lugar en el que trabajaba el último turno hasta las once de la noche. Además, trabajaba como tutora de inglés, matemáticas y ciencias para niños que necesitaban estudios extra clase. Al terminar la universidad, consciente de que la había cursado para obedecer a las expectativas de su sociedad y familia y no por una motivación personal, decidió que trabajaría para ahorrar y costearse un viaje a algún lugar desconocido, que representara un estilo de vida prácticamente opuesto a la automaticidad requerida para encajar en la vida social y comercial de Japón. Luego de dos años de trabajo como mesera de Starbucks durante el día y mesera de bar en la noche, llegó a contar con el dinero necesario para costearse el viaje a San Vicente y Belice.
Un día, mientras hacía una investigación para un proyecto artístico que iba a desarrollar para la academia, recibí un correo de Don invitándome a hacer un proceso que recién había terminado de escribir llamado “The Journey”. Le respondí que estaba en San Vicente y que creía no contar con la concentración necesaria para hacerlo, entonces él me dijo que tal vez en el futuro, cuando terminara mi periodo fuera del país. Para mí fue muy importante este contacto, de pronto los recuerdos de los talleres vinieron a mí con mayor intensidad y también le comenté a Natsuko sobre un amigo un poco fantástico que yo tenía y sobre lo que había significado para mí su amistad.
Cuando el tiempo de partida de Natsuko se acercaba y parecía evidente que volvería a Japón, ella no escondía una gran tristeza y decepción. Para ella significaba volver a un estilo de vida que aprisionaría la libertad y conexión consigo misma que estaba experimentando. Me contó que imaginarse de vuelta en el entorno del que había salido era algo que no le parecía claro pero que sentía que era lo que tenía que hacer. Después de eso tuvimos varias conversaciones sobre el “tener que” y el “querer hacer”. Una de las cosas que recuerdo haber compartido en estos diálogos fue que generalmente uno no vive según lo que uno profundamente quiere hacer por falta de confianza en uno mismo. El miedo a salirse de lo esperado, a salirse de lo que parece normal, lo va enajenando a uno, hasta que esa construcción del “Yo” que uno llega a modelar se convierte en el reflejo de una insatisfacción, que en el fondo sabe que uno intercambió su propia vida por la necesidad de sentirse aceptado por los demás.
Empezó a ser muy evidente que una posibilidad de continuar con nuestra búsqueda era que Natsuko y yo viniéramos a Costa Rica. El plan inicial era hacer pinturas e imprimir fotografías para venderlas, pero eso no funcionó. Empezamos a hacer una bebida probiótica llamada Kéfir y también hacíamos mermeladas y las vendíamos en negocios. Esto para nosotros fue una invitación a abrirnos, a cuestionar una vez más lo que creíamos ser y la imagen que queríamos proyectar ante los demás, una vez más lo único que prevalecía era la certeza del “Yo soy”.
Un día Natsuko y yo visitamos a Don, habíamos empezado a hacer el proceso de “The Journey” que Don me había ofrecido. Consistía en 7 preguntas y 40 meditaciones enfocadas, diseñadas para hacernos conscientes de los juicios y creencias que nos repetíamos inconscientemente a nosotros mismos y que nos impedían escuchar con claridad y seguir con absoluta determinación y confianza nuestra propia voz interior y nuestro potencial. Luego de terminar el proceso y de sentirnos cada vez más cómodos compartiendo entre los tres, reapareció nuestro deseo de vivir en comunidad.
Empezamos a plantearnos la visión de crear una iniciativa que promoviera la introspección, sanación y liberación de quienes quisieran visitarnos desde cualquier parte del mundo. Un lugar donde además cultivaramos nuestros alimentos y generaramos proyectos de energía renovable. Nombramos el proyecto “The Costa Rica Initiative” debido a una página de Facebook que Don había abierto recién llegado a este país. Nos pareció que era como por fin darle vida a una idea que parecía haber estado esperando por años. El primero paso fue rentar una casa pequeña en Atenas de Alajuela, donde aprendimos a vivir como una pequeña familia y empezamos a recibir poco a poco a personas que se enteraron de nosotros a través de redes sociales y nuestra página web. Al cabo de año y medio, una amiga de Don que había asistido a un taller nos ofreció su centro de retiros ubicado en Los Ángeles de Rivas de Chirripó, cuya infraestructura cuenta con muchas de las cosas que soñamos en nuestra primera visión.
Pareciera irónico pero, de lo que conozco, lo que más se aproxima a lo que defino como una tribu ideal, en la que predomine la armonía, el respeto y el servicio por los demás, la he encontrado en personas que en lugar de buscar satisfacer las expectativas de los demás, se han enfocado con gran determinación en deconstruirse a sí mismos, en cuestionar su deseo de encajar y en enfrentar y hacerse amigos de lo desconocido, permitiéndose así apostar por lo espontáneo, que es tal vez una cara de la libertad.
Llegar a un nivel de incomodidad interna que hace evidente la necesidad de construir un mundo nuevo, con la premisa de un Yo sanado, es la belleza de la insatisfacción.