Vivimos en una época curiosa, en la que por medio de una diversidad de aparatos, dispositivos, interfaces y programas creamos, utilizamos y habitamos espacios virtuales de comunicación, al mismo tiempo que, con una total ausencia de certeza, ignoramos la naturaleza, origen, carácter, funcionamiento, eficiencia y conveniencia de los mecanismos esenciales que con ellos se nos imponen. Se llega así al punto en el que la voluntad parece estar en entredicho, o al menos, en el centro de una gran tensión. De allí que no terminamos de convencernos si se trata de técnicas que utilizamos como instrumentos de nuestras necesidades e intereses, o si más bien somos nosotros instrumentalizados por las necesidades e intereses que impone el desarrollo de estas técnicas. Lo que parece estar claro a todas luces es, justamente, que no hay coincidencia entre ambos modos de necesidad e interés. Este debería ser, según las ciencias sociales, nuestro más general punto de partida: cómo una relación material y espacio-temporal, entre sujetos y objetos, se torna estructural, y hasta super-estructural, tributando a modos de necesidad e interés distintos, en un determinado marco de poder y convivencia. Pero esto tan general no es aquello a lo que queremos referirnos ahora. Partiendo de esta condición es posible desprender una línea reflexiva aparentemente más precisa: aquella que exploraría la relación entre amplitud y conexión en estos espacios virtuales de comunicación.
Hagamos el ejercicio mental de llevar a cabo esa reflexión a partir del mismo hecho de la lectura de este texto y de la observación de las imágenes que acompaña. Lo que tenemos entre manos es justamente eso: un aparato, un dispositivo, una interfaz, un conjunto de programas en funcionamiento. Mientras miramos las imágenes y leemos el texto, la amplitud y la conexión de nuestra experiencia se torna algo paradójica: nuestro cuerpo se concentra en alcanzar la configuración necesaria para una eficiente y cómoda relación con el aparato y con el dispositivo respectivos; las operaciones de nuestra mente se sincronizan con los ritmos de los correspondientes programas involucrados en la plataforma que utilizamos para ver y leer a través de las destrezas específicas para poder lograrlo; las percepciones, apercepciones e impresiones que darán forma a nuestra sensibilidad dependen de la potencia de aislamiento de la que seamos capaces para abstraernos de todo el resto de estímulos ambientales y llegar a concentrarnos como meros usuarios de un espacio virtual tecnológicamente mediado. Es decir que, para poder lograr, en espacios virtuales de comunicación, mayores conexión y amplitud, se requiere de una concentración de la experiencia que nos separe de nuestro entorno inmediato. Nuestra capacidad de ver y de leer, dentro de estas condiciones de relación, se despliegan como parte de algo que podríamos llamar, con Vilém Flusser, la subjetividad del operador.
Habitando entonces la subjetividad del operador, es que vemos y leemos. Vemos y leemos en tanto que operadores y nos preguntamos: ¿es ésta una conquista de mayor conexión y amplitud de la visión y la lectura? ¿Estamos más conectados o mejor conectados gracias a la subjetividad del operador a través de la cual se nos revela hoy el mundo? ¿Logramos una mayor amplitud de nuestra experiencia del mundo a través de ella?
Como ya lo había dicho a principios del siglo XX Walter Benjamin, la única forma de saber si detrás de una acción, de una situación, de un suceso o de un acontecimiento, si detrás de una mera vivencia hay también una experiencia, es si esta llega a ser narrada y comunicada como experiencia, es decir, como parte de un conjunto contextual de con-vivencia en el que lo que uno vive puede ser acumulado como experiencia para aquellos otros que no lo han vivido, y esto gracias, exclusivamente, a la intensidad de la forma narrativa y comunicativa de su mediación.
Por lo tanto, la amplitud de nuestra experiencia y la conexión que alcanzamos con los acontecimientos y hechos del mundo, no dependen de su carácter cuantitativo, no son un asunto de cantidad. No se trata de tener más amplitud, por ejemplo, utilizando la lejanía para poder ver más o para poder leer más. No se trata de aumentar el número de conexiones, por ejemplo, sumando y juntando cada vez más cosas dentro del cuadro para lograr mayor intensidad de visión, o sumando sustantivos y adjetivos entre las palabras para lograr una lectura más abarcadora. En relación con el ver y con el leer, la amplitud y conexión pueden llevarnos más bien a ver más de cerca el detalle, lo mínimo y hasta lo menor, a leer insistente y repetitivamente un mismo párrafo, oración, palabra y hasta los signos de puntuación. La amplitud y la conexión en el ver imágenes y en el leer textos dependen de la intensidad de sus componentes y de su composición resultante, dependen de su mediación y desempeño como forma cultural.
Como en las imágenes fotográficas de Mariela Víquez, este texto, a su modo, quiere ser solo la insistencia en una tensión que puede llevar hasta la paradoja. Mientras los espacios virtuales de comunicación se ofrecen y proponen como alternativas de mayor y mejor amplitud y conexión, las tecnologías que los soportan y la subjetividad de operador que implican parecen aislarnos del entorno ambiental en que vivimos inmediatamente para disminuir la amplitud y conexión de nuestros cuerpos y sensibilidades, quizás incluso de nuestras vidas. En ocasiones, se producen estas situaciones paradójicas en las que un momento de gran conexión y amplitud de conciencia y existencia implica un aislamiento mayor respecto a los espacios virtuales de comunicación, mientras que, en otras ocasiones, para concentrarnos mucho más en una virtualmente amplia conexión, debemos aislarnos del entorno inmediato en que respiramos y nos movemos.
No se trata de mirar estas fotografías y lamentar la soledad, el aislamiento o el ensimismamiento del sujeto urbano contemporáneo, se trata de pensar nuestra propia experiencia visual al mirar estas fotografías como parte del mismo mundo en que nos encontramos ahora. Se trata, con estas fotografías, y quizás también con este texto, de dar continuidad a lo que vemos y leemos, mejor aún, entre lo que vemos y leemos, pero también dar continuidad entre nuestras vidas y el lugar que habitamos, los espacios de los que nos rodeamos, los cuerpos con los que chocamos. No se trata de mirar como por una ventana lo que les pasa a los otros lejanos mientras nosotros mismos, al mirar estas fotografías, terminamos siendo muy similares a las personas fotografiadas que miramos. Quizás se trata también de algo más sencillo: plantearse la pregunta qué haré con lo que he visto y leído, qué haré cuando abandone el dispositivo, cuando deje de fungir como sujeto operador y retorne al espacio real de existencia y convivencia. Estas otras preguntas, del mismo modo que las imágenes fotográficas con las que operamos en este momento, las de Mariela Víquez, son formas de cuestionarnos sobre la experiencia. El primer paso no es intentar abandonarlas o sustituirlas, ni enfrentarlas como esencialmente perniciosas y enemigas, pues esto supondría una gran ingenuidad, mucho menos el considerarlas como meras representaciones. Toda imagen y todo texto tienen tanto valor por lo que representan como por aquello de lo que nos hacen participar. El primer paso es tratarlas y trabajarlas en vistas a una mejor comprensión de las dimensiones contemporáneas de la experiencia, de la comunidad y la convivencia, y preguntarnos frente a ellas ¿qué hacer?
Finalmente, ¿por qué habríamos de temerle a la paradoja de la imagen y de la palabra si esta nos puede llevar a reflexionar con una mayor intensidad de conexión y amplitud?